Introducción
En este trabajo reflexiono sobre algunas cuestiones vinculadas al diálogo intradisciplinar entre el presente y el pasado de la Antropología, y sobre cómo éste puede interpelarnos como herederos —y partícipes— de la historia de pertenencia disciplinar e institucional.
Si la Antropología tiene una larga tradición en el estudio de los linajes, las ancestralidades y los pasados otros, ¿podemos aplicarla a un trabajo crítico sobre nuestro propio pasado ? ¿Es posible construir circunstancialmente a los muertos como alteridades para objetivar un diálogo con ellos a través de los vestigios del archivo ? ¿Y cómo volver a una mismidad reflexiva y crítica sobre nuestra historia, ante evidencias incómodas sobre algún antepasado respetado ?
Estos problemas son centrales a la hora de emprender cualquier ejercicio de historización de la propia disciplina. Por ello, la propuesta de las coordinadoras del dossier por el aniversario número setenta de la revista Runa —de reflexionar sobre el devenir de la Antropología a través del análisis del corpus de la revista Runa. Archivo para las Ciencias del Hombre tomando como punto de partida nuestras respectivas investigaciones— me resultó atractiva, debido a que me permite abordar los dos objetivos que estructuran este trabajo.
El primero de ellos, más general, consiste en realizar un mapeo de los artículos publicados en la revista que tocaron aspectos de la historia de la Antropología, para lo cual destaco algunos ejemplos y me pregunto, a su vez, si es posible utilizar ese recorte como muestreo de un desarrollo más amplio de este campo en Argentina.
Parto de un consenso instalado en el ámbito académico, de acuerdo con el cual la revisión del pasado académico, las especificidades metodológicas y las condiciones epistemológicas en las que se inscribieron las sucesivas investigaciones son condición necesaria “para situar los límites de una disciplina objetivando nuestro quehacer y fijando nuestro propio momento en relación con situaciones anteriores” (González 1992 : 92). Dicho consenso incluye, asimismo, que tanto la disciplina como sus formas de historización no son ajenos al contexto político (Madrazo 1985 ; Garbulsky 1992) ni a los idearios hegemónicos que impactan en la construcción de las formaciones discursivas de la ciencia, su “voluntad de verdad”, sus reglas y las exclusiones que producen (Foucault 1992). De este modo, los estudios históricos del presente constituyen una nueva etapa con sus propias dificultades, atravesamientos e inserción en los órdenes del saber vigentes (algunos de ellos de raigambre histórica) que operan como principios de control de la producción del discurso, aun cuando parecieran ofrecer un mayor grado de libertad.
Esta última cuestión me lleva a mi segundo objetivo, más específico y surgido de mi experiencia personal de investigación sobre la figura de Juan Bautista Ambrosetti. El problema en el que me interesa focalizar es cómo cierta información —publicada o de archivo— releída desde una perspectiva crítica, puede llegar a producir interferencias (entendidas como disrupciones en el flujo normal del proceso y las relaciones de una investigación) que tensionan tanto la reflexividad personal como la institucional, especialmente cuando involucra a figuras fundadoras de la propia casa de estudios.
En efecto, la figura de Ambrosetti es muy relevante, ya que ha sido reconocido como protagonista de la construcción y sistematización del andamiaje teórico metodológico de la Arqueología argentina de inicios del siglo XX. Sumado a esto, su rol como creador del museo etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires [1], desde donde iniciaría trabajos de campo sistemáticos e impulsaría la profesionalización de los estudios antropológicos (Fernández 1982 ; Tarragó 2003 ; Nastri 2003 ; Perazzi 2011) y cuyo acervo es hoy “patrimonio [2]” de dicha facultad, lo ha constituido como un mito de origen institucional, que se ha perpetuado en el tiempo sin mayores problematizaciones.
La construcción de una reputación sin demasiada mácula ha requerido, sin embargo, de una operación de despiece sobre su producción textual, consistente en la segregación de aspectos considerados contaminantes y en la cristalización de aquellos funcionales a los intereses disciplinares e institucionales. Esta operación parece haber sido exitosa, en tanto el reconocimiento a sus aportes teóricos y metodológicos, sin duda muy importantes, ha logrado solapar otros aspectos que han quedado cubiertos bajo el flexible manto de las prácticas de época o de un supuesto racismo estructural de ese momento ; nociones homogeneizantes que tienen, sin embargo, la suficiente ductilidad como para omitir responsabilidades y disculpar exabruptos en algunos casos, mientras que en otros constituyen una sentencia lapidaria.
La lectura profunda de las publicaciones y del material de archivo de Ambrosetti, realizada durante mi investigación doctoral me permitió identificar algunos de esos aspectos contaminantes que impactaron sobre mis propias —e internalizadas— percepciones sobre el “sabio” heredadas de la tradición institucional en la que me formé. La indagación crítica sobre sus prácticas fue volcada en parte en mi tesis y en distintos trabajos, algunos de los cuales produjeron reacciones de disconformidad en un sector de la academia vinculado al museo etnográfico. Esa situación estimuló diversas reflexiones que fueron la base de los interrogantes planteados en este trabajo, que pueden sintetizarse en una pregunta general : ¿Por qué ciertos datos sobre la trayectoria de académicos ilustres pueden producir incomodidad al ser puestos de relieve ?
Esto se vincula a otra serie de interrogantes. Si la historia disciplinar es una construcción realizada en distintas etapas, vinculadas con idearios cambiantes, ¿por qué ha persistido una cierta sacralidad asociada a la figura de Ambrosetti a través del tiempo ? ¿Siempre ha sido así ? ¿Qué intereses respaldan esa construcción ? ¿Incide la distancia temporal en la romantización del rol de los iniciadores de la disciplina ? O visto de otro modo, ¿es la distancia temporal la que habilita la posibilidad de establecer una lectura crítica sobre ciertos patriarcas ?
Y por otro lado, ¿cómo se inscribe este caso-ejemplo en la historia más amplia de la Antropología y en el tratamiento de las figuras que la constituyen ? Un problema que enfrentan las actuales investigaciones históricas es la herencia de modelos en los cuales se ha inscripto a los antecesores disciplinares, que han producido identidades positivas o alteridades negativizadas y, a su vez, han destacado discursos dominantes y silenciado voces. En estos modelos —que muchas veces se reproducen sin problematizar— la jerarquización, la sobrevaloración o el ocultamiento de ciertos elementos de las trayectorias académicas parecen configurarse según criterios poco uniformes, no siempre manifiestos y más vinculados a intereses epocales, institucionales o políticos, que científicos. Estas construcciones colaboran con la percepción de la historia de la Antropología como una sucesión de fragmentos, muchas veces en confrontación (Guber 2014) y pueden producir dificultades o sesgos en las investigaciones presentes, así como reacciones —positivas o adversas— frente a sus resultados.
Enunciados estos problemas, este trabajo se estructura en torno a los dos objetivos señalados. En la primera parte, relevo el corpus de Runa para identificar, por un lado, formas distintas de historización practicadas en las distintas etapas de la disciplina y, por el otro, si existen menciones sobre Ambrosetti o el museo etnográfico que permitan ponerlas en relación con el sostenimiento institucional de su figura y su legado. Posteriormente, abordo algunas cuestiones relativas al marco presente de historización disciplinar para describir, finalmente, mi experiencia sobre Ambrosetti y ponerla en relación con los problemas planteados.
Breve muestreo del devenir de la historia de la Antropología en Runa ¿Y Ambrosetti ?
Tal como adelanté, en este apartado, reviso las producciones publicadas en Runa vinculadas a la historia de la Antropología, que se corresponden con décadas y situaciones académicas y políticas diversas, destacando algunos ejemplos relevantes para este fin. Aunque en relación con la totalidad de los artículos, los de la historia de la disciplina constituyen un núcleo pequeño, son reconocibles distintas etapas en cuanto a forma, contenido y objetivos.
En cuanto al primer periodo, dirigido por José Imbelloni (1948-1955), son casi inexistentes los artículos referidos a antecesores disciplinares más que en el marco de algún homenaje u obituario, sin firma e insertos en alguna sección específica como el “Noticiero” (S/a 1952 : 298). Respecto de Ambrosetti, es notoria la ausencia de referencias a su persona, más allá de alguna referencia bibliográfica. Atrás parece haber quedado la época de los profusos homenajes ocurridos entre su muerte e inicios de los cuarenta (Boman 1920 ; Doello-Jurado 1917 ; Debenedetti 1933 ; Márquez Miranda 1935 ; Cáceres Freyre 1942 ; Bordas, Casanova & Imbelloni, 1942, entre otros). Por su parte, el museo es mencionado como espacio de guarda de piezas analizadas (Dembo, Paulotti & Billinghurst 1949 ; Imbelloni 1951) o como marco institucional de los nuevos trabajos y expediciones (Bórmida 1949).
Según plantea Rosana Guber (2011), Ciro René Lafón señala que la década del cuarenta supuso un cambio respecto de la exégesis histórica que dominaba los estudios, impulsado por estudiantes y apoyado por profesores “con otra formación y otra amplitud” (p. 11) como Enrique Palavecino e Imbelloni. Este cambio se enmarca en un periodo en que las transformaciones político-sociales que dividen en bandos irreductibles al claustro estudiantil que aspiraba a estudiar en “la Casa” (el museo) :
Para 1947 [3] la normalización estaba encauzada. José Imbelloni, como Director del Instituto de Antropología, de reciente creación, y Director del Museo Etnográfico, reestructura el viejo organismo. Su figura y su prestigio condicionarán la nueva época para la antropología de nuestra casa. Podemos decir que a partir de 1948, la normalidad está en marcha (Lafón en Guber 2011 : 11, énfasis agregado).
La normalidad implicó, sin embargo, una operación de subordinación del museo, que pasa a ser anexo del naciente instituto. Esta pérdida de autonomía se hace gráfica en las portadillas de Runa : el museo no aparece mencionado, o lo hace entre paréntesis y en tipografía más pequeña, debajo del instituto.
Por otro lado, Imbelloni se diferencia no sólo de la orientación exegética, sino también de las líneas de estudio previas, al plantear recuperar la Antropología Morfológica “que lamenta un largo olvido en nuestra universidad” (1948 : 6), situación señalada por él mismo durante su intervención como encargado de Trabajos Antropológicos del Museo (1922-1923) :
Es notorio que al solicitar mi nombramiento el Honorable Consejo Directivo no entendió crear un “puesto” que no hacía ni hace falta en la organización del Museo, sino ofrecerme el medio de realizar indagaciones étnicas y morfológicas, sirviéndome de nuestras colecciones, que todavía no fueron estudiadas o ilustradas (énfasis agregado) [4].
Por último, la aparición de Runa dejaba interrumpidas las publicaciones previas del museo, simplemente porque “la fundación del Instituto de Antropología ha dejado sin efecto aquella intitulación” (Imbelloni 1948 : 6). Cabe recordar que el museo careció durante años de presupuesto para publicaciones propias [5], que comenzaron recién durante la gestión de Félix Outes [6].
Lo antedicho permite sugerir la existencia de una operación de ruptura, que no sólo desjerarquizaba al museo, sino que reorganizaba sus objetivos y dejaba “sin efecto” parte de su desarrollo previo. Según Lafón, esto respondía a una renovación de la corriente anterior, pero ¿es posible trasladar esta diferenciación a todo el linaje de investigadores desde los inicios del museo ? ¿A quiénes refiere Imbelloni (1948) cuando afirma : “Nosotros nos encontramos bien lejos de aquellos antropólogos cuya mentalidad se ha plasmado de acuerdo con las convenciones mentales del 800” (p. 7) ¿Es posible relacionar este enunciado y las acciones mencionadas con un intento de refundación de las tradiciones antropológicas nacionales anteriores a la década del cuarenta [7] ?
Muchos años después, en el prólogo del Volumen XX (n° 1) de Runa, José Antonio Pérez Gollán (1992) volvería a referir a las profundas repercusiones que la creación del instituto había tenido para el museo, tanto por la supresión de sus publicaciones como de su autonomía.
Los números posteriores a la jubilación de Imbelloni, cuyo cargo fue ocupado por Salvador Canals Frau (1955-1958), no presentan mayores cambios. En cuanto a Ambrosetti, sigue sin mencionarse en la revista, aunque por fuera de la facultad Lafón (1958) le dedicaba un artículo en la Revista de Educación.
En 1959, el volumen IX (n°1-2) de Runa está dedicado a Osvaldo Menghin, que cumplía doce años de residencia en el país y comienza con su Currículum Vitae (S/a 1959). Es posible observar que homenajes, obituarios y recordatorios comienzan a adquirir formatos más largos, detallados y con firma, como el dedicado a Canals Frau en este mismo número (Lafón 1959). Los lineamientos descriptivos se repiten : recuentos de datos personales, trayectoria institucional, listados cronológicos de cargos y producciones, sin objetivos analíticos. Esto se ha vinculado en parte a una “asepsia” estilística o ideológica de los autores, tal como sostiene Elena Belli (1992). Sin embargo, me interesa señalar que debe considerarse la mediación de la contemporaneidad y las relaciones interpersonales e institucionales del momento, por lo que la ausencia de un análisis crítico puede también estar ligada a factores afectivos, obligaciones recíprocas, gentilezas institucionales, etc.
También en este número, Fernando Márquez Miranda [8], prolífico autor de biografías y homenajes (1935 ; 1939 ; 1940 ; 1951), publica un artículo sobre el diario de Lafone Quevedo en Catamarca (1880-1902). Si bien no se trata de un análisis, sino de un resumen con citas (especialmente sobre sitios arqueológicos, objetos y estudios filológicos) es importante la centralidad que asigna al documento como material de análisis, inédito en una revista que además carecía de estudios sobre figuras nacionales, más interesada por las Antropologías del mundo, las formulaciones teóricas generales (Bórmida 1959) o las figuras internacionales (Imbelloni 1949), tal como analiza Axel Lazzari (2022).
El fin de la década del cincuenta, luego de la Revolución Libertadora —tal el nombre dado por quienes llevaron el golpe de Estado de 1955—y en el marco del desarrollismo y del posperonismo (Perazzi 2014), se presenta como un momento crucial para la Antropología. Se crean las primeras licenciaturas —en la Universidad de La Plata (1958) y en la Universidad de Buenos Aires (1959)— y la orientación para la carrera de Historia en la Universidad de Rosario (1959). En este contexto, crecen los cuestionamientos hacia la Escuela Histórico-Cultural liderada por Imbelloni y hacia la perspectiva etnológica fenomenológica de Marcelo Bórmida, que desde su llegada en 1947 había ocupado distintos cargos en la facultad (Perazzi 2014). Las impugnaciones promovidas desde los distintos centros de investigación parecen dominar esta etapa, aunque para Garbulsky (1992) no constituyeron sólo una pugna epistemológica entre el paradigma dominante y uno “social” en germinación, sino que fueron resultado también de las características propias de cada centro y de los acontecimientos políticos nacionales. La nueva generación se orienta hacia problemáticas contemporáneas de nivel nacional y regional, amplía los colectivos de trabajo y considera la dimensión etnohistórica de los casos por sobre las perspectivas modélicas y universalistas previas (Menéndez 1968), pero el pasado disciplinar no parece estar entre los objetivos de ese momento. Todas estas reformulaciones son, sin embargo, afectadas por la “Revolución Argentina” de 1966, cuya oleada de censura produce exilios y refuerza la hegemonía de los sectores más conservadores.
En contraste con las proyecciones de las nuevas generaciones, el consejo directivo de la facultad produce un acto de revinculación con su pasado al nombrar al Museo Etnográfico “Juan Bautista Ambrosetti” como homenaje a su fundador, el 15 de junio de 1965 [9]. Dos años después de ese evento, la Secretaría de Estado de Cultura y Educación pública una de las biografías más conocidas sobre Ambrosetti (Cáceres Freyre 1967).
Coincidentemente, al reanudarse la publicación de Runa luego de siete años sin actividad (con Bórmida como director interino), el volumen IX (n° 1-2) dedicado al fallecido Márquez Miranda, tiene varias menciones a Ambrosetti y al museo. El número comienza con un recordatorio de Lafón (1967) declamado en “la austeridad del recinto que preside la figura de Ambrosetti” (p. 7) quien nuevamente caracteriza al museo afectivamente como “Casa”, en este caso de estudio, meditación, refugio y nuevos afectos del homenajeado.
Siguen el currículum y dos artículos de Márquez Miranda (1967a, 1967b). El primero, un panorama de la Arqueología argentina, sitúa a Ambrosetti como “cabeza visible”, “pionero y creador”, aunque ubica sus primeras contribuciones recién en los últimos años del siglo XIX, diferenciándolas de ciertas “obrillas jocosas” previas, que como “casi todas esas breves Notas de esa época son, todavía, apuntes harto superficiales […] en las que no se trasluce, todavía, la garra del maestro” (Márquez Miranda 1967a : 53). También menciona críticamente la polémica entre Ambrosetti y Boman sobre diaguitas y calchaquíes, así como sus proyectos inconclusos como la reconstrucción del Pukará de Tilcara —seguida por Debenedetti—, o su descripción de la “Casa Morada”, completada por Horacio Difrieri. En síntesis, destaca el carácter fundador de Ambrosetti para la Arqueología, pero lo separa del desarrollo posterior de la disciplina. Del mismo modo, el museo es mencionado sólo en relación con las gestiones de los sucesivos directores.
En esa línea, en el siguiente artículo, Márquez Miranda (1967b) caracteriza la gestión de Outes como la “salvación” del museo, definiéndola con términos medievalistas : “Durante ocho años señoreó el Museo incontrastablemente” (p. 77), o bien “obtuvo su viejo sueño de, conservando su pequeño feudo geográfico, acrecerlo con el antiguo Museo especializado, al cual podía muy bien revitalizar y que ya nadie podría disputarle, desde que tanto le daba” (p. 77). En 1967, sin embargo, la institución parece presentar dificultades : se menciona que “por la situación actual del edificio del Museo, fue necesario trasladar a muchos materiales a otros depósitos” (Bianchi 1967 : 391).
Luego de este número, merman nuevamente los trabajos históricos, incluso los homenajes. Por su parte, las referencias a Ambrosetti vuelven a reducirse a citas bibliográficas y el museo sólo se menciona como repositorio de piezas analizadas. Posteriormente, Runa entra en un largo periodo de inactividad, en el que solo se publica un número, en 1981, con trabajos arqueológicos y etnológicos. El contexto político, que convulsiona la actividad académica durante toda la década del setenta, indica que no existía una plataforma apta para el desarrollo de instancias reflexivas sobre la propia disciplina antropológica.
En 1972, Cáceres Freyre denuncia que el museo había sufrido una “destrucción de vándalos” que lo había convertido en “un apocalíptico caos” ; ya que al igual que en el resto del país actuaba “la desenfrenada demagogia política extremista que tanto daño ha causado a la causa nacional argentinista, dejando tras de sí el desorden, el desbarajuste y la destrucción” (Cáceres Freyre 1972-1978 : 242). Según Lafón, el deterioro aumenta luego de la renuncia de Bórmida en 1973, con las posteriores intervenciones. Por “razones de seguridad” las clases se trasladan al Hospital de Clínicas y se llega a extremos
como el de cerrar con candado los depósitos de Arqueología a los propios profesores de la especialidad, que trabajábamos en la Casa, y a disponer por la vía jerárquica que a los estudiantes sólo se les mostrara material duplicado o deleznable, fundándose en la “seguridad de las colecciones” (Guber 2011 : 16).
En 1984, retornada la democracia y bajo la dirección de Ana María Lorandi y un comité redactor compuesto por figuras que habían sido expulsadas de la facultad durante la última dictadura militar, Runa reaparece con el compromiso de sostener periodicidad, calidad académica, crítica fundada y pluralidad en la polémica científica. Se observa el seccionamiento de la revista según las distintas disciplinas y la publicación de documentos históricos y trabajos de Etnohistoria, en línea con la impronta de su directora, tal como analizan Ramos y Chiappe (2022).
En 1990 comienzan a aparecer en la revista ejemplos del interés por una historia crítica de la disciplina desde fines del siglo XIX, periodo señalado por Patricia Arenas (1990a) como un marco positivista “indiferente a los problemas de la sociedad moderna” (p. 149) cuyos investigadores, su actividad política y pertenencia de clase se vinculaban con el proyecto de país conservador. También, continúa la autora, se pone de relieve el vínculo entre ciencia, sociedades y museos que, creados a partir de las colecciones privadas de los estudiosos, se transformaron en epicentro del saber antropológico. Este nuevo interés se refleja en el museo etnográfico, que ordena y cataloga su abandonado archivo en el marco de un taller de historia de la Antropología revalorizando los documentos como objeto de conocimiento, concluye Arenas.
Este proceso se inscribe a su vez en un aumento general de trabajos de historización de las prácticas disciplinares (Bartolomé 1980 ; Fernández 1982 ; González 1985 ; Tiscornia & Gorlier, 1984 ; Madrazo 1985 ; Herrán 1990, entre otros). En este contexto, tiene lugar un evento clave : el simposio desarrollado en el III Congreso Argentino de Antropología Social (1990), cuyos trabajos se publicarían en 1992, en el volumen XX de Runa. En su presentación, Garbulsky (1992), director de la Escuela de Antropología en la Universidad de Rosario y presidente del congreso, plantea :
La reflexión acerca del desarrollo de una disciplina y sus perspectivas pasa necesariamente por su propia historia. Las continuidades y discontinuidades (más estas últimas que las primeras) que ha atravesado el proceso de formación y desenvolvimiento de las ciencias del hombre en nuestro país, requieren realizar un proceso de investigación tanto en la producción científica concreta como de las condiciones en las que ésta se efectúa (Garbulsky 1992 : 7).
Líneas más adelante, el autor revela que el simposio había sido en realidad resultado de una serie de dificultades presupuestarias y burocráticas, que obligaron abandonar el primer objetivo (debatir sobre “la comunidad y la producción latinoamericana”) por la imposibilidad de costear la participación de expositores de países vecinos. Por ello, el temario quedó circunscripto a la Argentina dando lugar a lo que parece ser el primer debate sobre la historia disciplinar en el país. Pérez Gollán (1992), el otro prologuista, enfatiza la importancia, para toda disciplina científica, de “someter sus orígenes a la mirada crítica de la historia, y […] reconocer en la trama de los hechos, los prejuicios y presunciones que trabaron su desarrollo” (p. 9).
La concreción del simposio (pese a haber sido resultado de una circunstancia ingrata) evidencia la necesidad de una reflexión conjunta sobre el tema. Considero que esto puede vincularse a los años de estabilidad institucional transcurridos, tras las interrupciones y persecuciones sufridas previamente. En este marco, un reacomodamiento de los hechos pasados quizás fue necesario para situarse en el nuevo presente y establecer líneas de continuidad (o ruptura) con lo anterior. Esto lleva, por un lado, a rastrear en el origen, hilvanar retazos y desandar las “prácticas que hacen a la constitución del campo científico” (Arenas 1990a : 147) a largo plazo, para comprender cómo se fue construyendo la “identidad profesional” (Arenas 1990a : 159). Por el otro, lleva a abordar el pasado reciente, que en el caso de la Antropología Social —especialmente en la Universidad de Buenos Aires— fue realizado por los propios protagonistas (Guber & Visacovsky 1998), aun cuando la distancia temporal de los sucesos fuera muy corta.
La publicación presenta los análisis de especialistas de cada subdisciplina : Antropología Biológica (Carnese, Cocilovo & Goicochea 1992) ; Social (Garbulsky 1992) ; Folklore (Blache 1992) ; Arqueología (González 1992 ; Boschín 1992) ; Etnohistoria (Palermo 1992). En líneas generales, los artículos conjugan criterios analíticos y atienden al trazado de vínculos entre marcos operativos, escuelas teóricas e idearios históricos (Blache 1992) o entre procesos sociopolíticos, universidades y construcción del conocimiento (Garbulsky 1992).
En cuanto al estudio de figuras del pasado, el número ofrece dos ejemplos : una revisión de las conceptualizaciones, objetivos, metodología y conclusiones de Imbelloni (Arenas & Baffi 1992) y un análisis sobre los homenajes, necrológicas y recordatorios publicados en décadas anteriores en Runa y de Cuadernos del INA (Belli 1992). Este trabajo plantea la búsqueda de “criterios científicos” que permitan transformar estas fuentes en “datos para una etnografía del conocimiento científico” (Belli 1992 : 151) y analiza las formas estandarizadas y operaciones discursivas de los autores para construir relatos “asépticos” donde la racionalidad adjudicada a los antecesores hace coincidir intenciones con metas logradas, invisibilizando fracasos, aspectos negativos, influencias del azar y de la vida cotidiana. Señala además el aislamiento de las trayectorias científicas de los procesos sociales, económicos y culturales, así como del posicionamiento político de los homenajeados (Belli 1992). Estas cuestiones, que interesan a los nuevos análisis, son puestas en contraste con los textos del pasado.
Por último, quiero detenerme en un interesante artículo de Laura Piaggio (1992) resultado del trabajo de recuperación del archivo fotográfico del museo etnográfico, cuyo objetivo, luego de la catalogación, era utilizarlo como material didáctico, de investigación y exposición. La autora plantea significativas consideraciones. Primero, destaca el valor documental de las fotografías como material de investigación, lo que constituye un antecedente de esta línea de trabajos, en crecimiento en los últimos años. Segundo, señala su perspectiva sobre el uso social del archivo, sosteniendo que para incorporarlo efectivamente al patrimonio del museo (y por ende de los antropólogos) es necesario destruir esas reliquias del pasado, en tanto objetos muertos e inútiles, y transformarlas en una parte viva que pueda ser apropiada y utilizada en diversas actividades, reciclando su información (Piaggio 1992). Tercero, el artículo resulta un antecedente del problema de las “sorpresas” del archivo. La autora encuentra una serie de diez diapositivas vidrio color con la leyenda “Indios Macá, Bs. As., 1939” y, ejercitando lo que define como arqueología de la imagen, la contextualiza con un folleto de presentación de una “aldea india en la Rural” destinada a que el público general conociera las costumbres de estos “auténticos indios” del Chaco. Posteriormente encuentra que éstos fueron presentados en Asunción (1937) y que en Buenos Aires (1939) [10] fueron examinados por Palavecino, Imbelloni, Márquez Miranda, Martín Doello-Jurado, Francisco de Aparicio y Alfred Metráux. Esto no sólo despeja sus dudas sobre si la comunidad antropológica conocía estas prácticas, que define como aberrantes ; también descubre que se aprovechó la ocasión para medir a los macá, fotografiarlos y trasladarlos a sus museos para que vieran sus “rústicos y primitivos instrumentos lucir en vitrinas y bajo techos que jamás lograron conocer” (Palavecino 1939 : 312), pese a considerar que el grupo sufría riesgo de “transculturación” y desmejoramiento de su “estado de naturaleza” por estas estadías teatrales en las capitales (Márquez Miranda 1962). Por ello, Doello-Jurado (1939) propuso la “formación de reservas indígenas con núcleos seleccionados de cada tribu, puestos bajo la protección del Estado, para conservarlos en su condición natural, con su lengua, usos y costumbres originales” (1939 : 207, citado en Piaggio, 1992 : 165). La autora cuestiona que el rescate de las culturas indígenas, entendidas como “supervivencias del pasado”, se realizaba “haciendo gala de un humanismo que encubre las condiciones reales de dominación, expoliación y exterminio” (p. 165), en coherencia con la posición social de los investigadores.
El trabajo ejemplifica cómo el análisis y la conexión entre formatos documentales distintos permiten reconstruir prácticas, sentidos y discursos de otra época, a la vez que causar sorpresa y poner en cuestión los propios supuestos del investigador. En un marco de explicitación cada vez mayor del posicionamiento autoral va creciendo el reconocimiento de que el diálogo con el pasado de la Antropología se entabla desde un presente no neutral, donde la confluencia de voces y prácticas diversas habilitan reflexiones colectivas con potencial para replantear las prácticas del momento (Belli 1992).
Prosiguiendo con la revisión, el volumen XXII de Runa aborda problemas vinculados al patrimonio y los museos en México y Argentina. Laura Vugman (1995) analiza la relación entre la construcción del pasado, el proyecto del Estado nación y su representación en ferias y exposiciones internacionales, mientras que Irina Podgorny (1995) se enfoca en el Museo de la Plata en la transición desde el siglo XIX al siglo XX, su traspaso de la administración provincial (y la dirección de Moreno) a la Universidad. Ambos trabajos presentan un uso sistemático de las fuentes y apuntan a una vinculación mayor de las instituciones con sus contextos.
En cuanto al Museo Etnográfico, Pérez Gollán y Marta Dujovne (1995) presentan su plan de reestructuración, siguiendo el impulso de teóricos latinoamericanos que apuntaba a pluralizar el sentido tradicional de “patrimonio” y socializar su uso. Los autores retoman la idea de un “patrimonio vivo” donde investigación, difusión y conservación conviven en lugar de antagonizar, al mismo tiempo que trazan objetivos para solucionar deficiencias estructurales que previamente habían mantenido cerrado el museo. En cuanto a la investigación, proponen sistematizar catálogos e inventarios para garantizar el acceso, destacan que la organización del archivo reveló un material “valioso para la historia de la institución y de la disciplina” (p. 131). La necesidad de estas tareas se explica por la importancia de los museos en la estructura cultural de las naciones y, en este caso, como núcleo fundacional de la Antropología. No obstante, aunque los autores plantean su rechazo a la tradición colonialista de saqueo de los museos del mundo, no incluyen al propio museo etnográfico como parte de esta.
La propuesta de socialización, novedosa en su momento, no parece alterar la centralidad institucional en la elaboración de sus narrativas, ni convocar a la participación directa, especialmente a los pueblos indígenas. La prevalencia institucional se manifiesta también en la única acción de restitución del museo, realizada en esa gestión. La repatriación de la cabeza momificada de un guerrero maorí —toi moko— ingresada en 1910 al Museo Nacional de Nueva Zelanda Te Papa Tongarewa (Pérez Gollán & Pegoraro 2004) no involucró a ninguna comunidad, sino que fue gestionada, luego de una visita del embajador de dicho país, en el marco de un acuerdo entre las dos instituciones.
Luego de un nuevo periodo de silencio, Runa vuelve a publicarse en 2002. Los artículos de esta etapa evidencian una profundización sobre líneas temáticas trazadas anteriormente, una consolidación del trabajo de archivo y un consenso sobre la necesidad de relacionar distintos niveles de análisis, como las perspectivas teóricas e ideológicas de los investigadores, su pertenencia a círculos sociales y la incidencia de los contextos político-económicos en los proyectos institucionales.
En el volumen XXIV de la revista, Pablo Perazzi (2003) aborda la relación entre Antropología y nación en Buenos Aires, entre fin del siglo XIX y mediados del XX. Unos años después, desarrolla la historia del Museo Público de Buenos Aires entre 1812 y 1910 observando cómo sus directores caracterizaron sus distintas etapas, en contextos que definieron sus posibilidades de acción (Perazzi 2008). Por su parte, Cecilia Benedetti (2006) aborda las prácticas de Métraux y Palavecino en la formación de colecciones de artesanías del pueblo chané en la primera mitad del siglo XX destacando un interés no sólo teórico : Métraux las consideraba un “recurso importante y necesario para financiar sus viajes, tanto como atractivo para conseguir financiamiento como a través de la venta” (Bilbao 2002 en Benedetti 2006 : 252), destinado al coleccionismo del llamado “arte primitivo”, en auge en Europa. Otros trabajos analizan las conceptualizaciones y categorizaciones realizadas por los investigadores del pasado : Miguel García (2007) aborda las valoraciones sobre la música pilagá de los mismos Metraux y Palavecino ; por su parte, Alfonso Otaegui (2011) se enfoca en las caracterizaciones de Bórmida sobre los ayoreo del Chaco Boreal.
En cuanto al museo etnográfico, por estos años aparecen —aunque no en Runa— los primeros trabajos sobre la institución, desde distintos enfoques, como la formación y uso de sus colecciones (Roca 2005 ; Pegoraro 2009) o su historia en relación con su inserción en las redes sociopolíticas (Perazzi 2011).
Lo recorrido hasta aquí permite observar, de acuerdo al primer objetivo planteado, una posible relación entre la cantidad, forma y orientación de los trabajos históricos y las distintas etapas, marcadas por las construcciones del conocimiento, el poder institucional y las circunstancias políticas de cada una. En este sentido, salvo los primeros homenajes, mediados por la cercanía entre autores y homenajeados, las referencias al pasado disciplinar fueron escasas entre los trabajos publicados. La necesidad de historizar se plantea, explícitamente, unos años después de retornada la democracia, en un contexto de mayor estabilidad respecto de las décadas anteriores, que habilitó la reflexión sobre el propio pasado. A partir de allí es posible constatar un aumento de trabajos críticos, sustentados en fuentes documentales, que fueron trazando la especificidad del campo de estudio.
En cuanto a las menciones sobre Ambrosetti, es notoria la escasa referencia al mismo, teniendo en cuenta que se trata de una publicación de la propia facultad. Luego de los muchos homenajes conmemorativos tras su muerte, su figura parece haber quedado eternizada en un pasado fundacional, ya sea por omisión, transgresión o falta de interés de las siguientes generaciones, ocupadas en renovar la disciplina según sus propias perspectivas. En este marco, la suspensión de la lectura crítica sobre las acciones y pensamientos de Ambrosetti durante el siglo XX se inscribe en una escasa producción histórica general, en un contexto en el que las disputas por el campo se dirimían entre contemporáneos.
Por su parte, las formas de referir (o no) al museo etnográfico y a las prácticas allí desarrolladas también aparecen vinculadas a las sucesivas políticas académicas, disociadas de su fundador. Si bien en 1965 el nombramiento del museo reforzó aquel momento fundacional y destacó la unidad entre el “sabio” y el “patrimonio” que había formado, el sentido simbólico del homenaje no impidió las pujas de poder institucional y político alrededor del museo, que fue escenario de una historia propia de avances, retrocesos y políticas de acceso a sus materiales y documentos. Los acercamientos a Ambrosetti y al museo desde un análisis más profundo y lineamientos metodológicos específicos, se sitúan recién en la producción de las últimas décadas.
Archivos, “diálogo” y reflexividad
Lo antedicho conduce a preguntarse, siguiendo a François Hartog (2007), si el crecimiento de los estudios históricos y de una mayor perspectiva crítica de las últimas décadas se corresponde con la construcción de un nuevo régimen de historicidad disciplinar propio del presente antropológico, cuya observación del pasado permite generar nuevas preguntas, atravesadas por motivaciones actuales. Entre las motivaciones me interesa atender, particularmente, los siguientes tópicos : la incidencia de las perspectivas de la reflexividad, una mayor distancia temporal relativa a los temas de estudio —especialmente aquellos situados hasta mediados del siglo XX— y las implicancias de los cuestionamientos e impugnaciones hacia la academia impulsadas por sectores externos (especialmente indígenas) que tensionan la reflexión sobre las prácticas disciplinares.
Julia Name (2012) ha señalado que los trabajos históricos, al privilegiar los contenidos por sobre los problemas teóricos y conceptuales, han reflexionado escasamente sobre los “lugares” presentes desde donde la historia se construye. Retomando el clásico debate de George Stocking entre el abordaje historicista o el presentista, la autora acuerda con Regna Darnell (2001) en la necesaria complementariedad de ambos enfoques, debido a que la historia se construye siempre desde las preocupaciones del presente, aunque regulada por mecanismos que reducen posibles distorsiones de nuestra mirada.
Desde mi perspectiva, un abordaje historicista resulta dificultoso, ya que la construcción misma del “campo histórico” como objeto de estudio, así como el intento de comprender la alteridad del pasado se encuentran limitados por objetivos, intereses y preguntas actuales, que condicionan el proceso de investigación. En primer lugar aparecen los condicionamientos de nuestra propia subjetividad. Por ejemplo, ¿cómo influye el posicionamiento de clase de un investigador actual —en una época de mayor inclusión de clases medias y bajas en la universidad— en la lectura de discursos producidos en un escenario diametralmente opuesto como el de la élite científica de un siglo atrás ? He señalado en el apartado anterior cómo algunos estudios de las últimas décadas precisaron la necesidad de focalizar en la inserción de los científicos e instituciones en sus redes sociopolíticas, bajo la premisa de que es necesario restablecer esos entramados para comprender en profundidad los intereses, efectos y aplicaciones de las prácticas científicas, muy ajenos a los nuestros.
También es necesario preguntarse de qué modo orienta la investigación una posición subjetiva que empatice con colectivos subalternizados como los pueblos indígenas (especialmente dañados por acciones académicas) en la puesta de relieve de prácticas negativas sobre ellos. Y a la vez, cómo esa posición subjetiva está influida por la reflexión disciplinar, impulsada por los cuestionamientos de estos grupos. Este interjuego es constitutivo de la investigación sobre el pasado, interviene en las hipótesis de partida así como en el proceso de lectura y análisis, y sus resultados inciden en la relación con los colectivos.
Otro tipo de condicionantes, ya planteados en la introducción, surgen de la pertenencia institucional, del bagaje teórico metodológico o de la adhesión a alguna tradición académica, que pueden plantear un escenario de partida con opacidades. A modo de ejemplo y en sintonía con Guber (2011), la herencia de modelos construidos por generaciones previas, recibida por quienes nos formamos en este milenio, es un campo del pasado cercano dicotomizado por afinidades o repudios ideológicos, a veces sin problematizaciones sobre los matices existentes en cada caso ; cuestión que puede trasladarse también a figuras de un pasado más lejano.
Otro grupo de problemas surge a partir de considerar que, si bien una mayor distancia temporal podría permitir mayor “libertad” en el análisis del pasado, la relación con los antecesores se vuelve impersonal, mediada por escritos publicados y documentos de archivo. La más evidente limitación es que el/la “interlocutor/a” está generalmente muerto/a. El archivo mismo, como señala De Certeau (2006), es un espacio de relación con la muerte o con aquello que está muriendo. De este modo, tal como plantea Jacques Derrida (1994), el “diálogo” se construye unilateralmente, con un sentido ordenador sobre esos fantasmas y ausencias a través de sus vestigios, fragmentos (y residuos) textuales seleccionados, reordenados, divididos y expurgados en distintos momentos por otros sujetos, que han dejado su impronta invisible en un material que volverá a ser modelado con cada análisis. Esta condición performativa y poco transparente del archivo pone en foco que el documento no constituye un reflejo exacto del evento histórico —irrecuperable— sino su huella, continúa Derrida, y que su autoridad como “prueba” del mismo es investida por el archivero, sujeto tácito que decide, conserva y legitima dicha autoridad.
En palabras de Michel Foucault (1997), el archivo es “lo que define el modo de actualidad del enunciado-cosa” (p. 220) ; en este sentido, el archivo es la única posibilidad de “diálogo” con los antepasados y a la vez su propio límite.
A esto se suma que hacer Historia de las Ciencias se limita, en general, a estudiar sucesivas capas de discursos con pretensión de verdad, emplazados sobre la exclusión de otros, difíciles de identificar. Si el archivo es “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (p. 219), partimos entonces de un panorama acotado a las construcciones de autoridad pretéritas y por lo tanto, de una escasa probabilidad de encontrar (sobre todo en determinados momentos históricos) discursos o intersticios contrahegemónicos a los modelos imperantes. En el caso de los archivos institucionales el problema se intensifica, ya que en la medida en que la información allí guardada ha sido producida en ámbitos autorizados promueve un juego, tal como sostiene Mario Rufer (2007), “entre los saberes y los poderes, entre las disciplinas y los mecanismos de institucionalización/estatalidad” (p. 164). Una forma posible de mitigar estas limitaciones es un trabajo conjunto de lectura y de entrecruzamiento de documentos de diversa índole textual y distintos repositorios, que permita identificar contrastes y capas de significación diversas frente a un mismo acontecimiento.
La dimensión de la institucionalización es clave aun cuando se trata de archivos históricos, ya que cada una impone sus lógicas a los mecanismos de archivación. En muchos casos, sin embargo, las actuales condiciones de existencia de los archivos son resultado de una historia de modos de organización no planificadas, atravesada por factores externos (políticos, legislativos, presupuestarios), por la falta de formación profesional, por desinterés o negligencia en el tratamiento del material durante algunas épocas ; situaciones estas que condicionan trayectorias, reordenamientos, conservación, durabilidad y pérdida de los documentos, tal como señalaban algunos artículos en relación al museo etnográfico [11].
Una última cuestión es la definición institucional del acceso al archivo. Esta puede, sin incumplir ninguna legislación sobre acceso a la información, operar restricciones a través de sus protocolos de consulta, fundamentarlas en principios de conservación de los originales o en problemas de financiamiento y recursos humanos ; motivos incuestionables, pero que complican la investigación [12] y permiten dudar de los postulados de libre circulación de la información.
Los condicionantes y problemas aquí referidos [13] parecen limitar la idea del “diálogo” con los muertos disciplinares. No obstante, pese a las mediaciones enumeradas, considero que el estudio de los antepasados a través de sus huellas puede tener efectos reales en el presente, tanto en la reflexividad de los sujetos como en las revisiones institucionales. Sobre la primera, si como indica Guber (2004) el trabajo de campo implica la resignificación del investigador en el contraste con el otro y en el aprendizaje de otras perspectivas y marcos de referencia, cabe preguntarse si el encuentro con el campo social del pasado puede también transformarnos, como sucede con el campo social del presente. Respecto de la segunda, el reconocimiento crítico de nuestro pasado institucional es condición necesaria para cimentar reflexiones honestas que permitan trazar nuevas prácticas en el presente. Trabajaré estas cuestiones a partir de mi propia experiencia sobre Ambrosetti.
Encuentro con Ambrosetti
Como anticipé en la introducción, durante mi investigación doctoral sobre el proceso histórico de formación del patrimonio arqueológico del sur de los valles Calchaquíes, analicé discursos de Ambrosetti, publicados y de archivo. Antes de comenzar dicha investigación no me había interrogado sobre el museo etnográfico como institución ni sobre Ambrosetti, a quien tenía naturalizado como un padre, figura de autoridad del discurso científico, fundador del museo y de una tradición disciplinar proseguida y respetada.
A medida que fui avanzando en mi trabajo, la lectura me fue confrontando con ese imaginario. Lo primero que me sorprendió fue la forma explícita a través de la cual el sabio expresaba su desprecio hacia los indígenas con los que interactuaba. Esta información no surgía de archivos ocultos, sino de las propias publicaciones de Ambrosetti.
Podría objetarse aquí la existencia de un racismo estructural propio de la época ; sin embargo, no existía un discurso único sobre los indígenas, tal como ha demostrado Diana Lenton (2005). Para Ambrosetti (1894), el problema eran “los gérmenes de la rápida degeneración, tan comunes en todas las tribus que sin civilizarse se hallan en contacto con nuestra civilización, de la cual, sin tomar nada de lo bueno, asimilan fácilmente, en cambio, todo lo malo, que precipita su extinción” (p. 152). Poniendo en relación distintos textos, en los primeros puede observarse una mirada más empática sobre el problema :
¿Qué pensarán de nosotros, los blancos, que valiéndonos de nuestra superioridad y en nombre de principios de civilización los arrancamos de sus hogares después de una espantosa carnicería, cazados como fieras, para sujetarlos después a un régimen que no es el suyo y para enseñarles cosas que no comprenden ni necesitan saber ? […] arrancados de la selva los traemos a nuestras ciudades para que se mueran de viruela o pulmonía o para que sirvan de mucamos o soldados. Como buen partidario de la libertad individual, me ha gustado que cada uno viva y piense como quiera, y no he podido creer el afán de civilizar y catequizar a los que no quieren ser ni civilizados ni cristianos (Ambrosetti 1963 [1893]).
No obstante, poco tiempo después reconocía el rol del indio como “elemento de trabajo” para el beneficio de la nación y el progreso de sus regiones (Ambrosetti 1896 : 97), desde una postura asimilacionista que sostuvo y fue expresada, años después, en el debate con Lehmann Nitsche en el Congreso Científico Internacional Americano de 1910.
Sin embargo, es justamente en relación al problema del trabajo indígena en sus excavaciones en la zona calchaquí, que Ambrosetti sostiene algunos de sus discursos más estigmatizantes y peyorativos. Considerándolo una de las peores dificultades del campo, Ambrosetti (1907) subraya la vagancia, la “mala voluntad”, el robo, la rotura intencional de piezas, la “ignorancia” y las “supersticiones” de los peones (es decir, su resistencia a excavar las tumbas de sus ancestros), frente a las cuales repartía coca y aguardiente para que superaran sus temores, pese a considerar que esos “vicios” eran el origen de muchos de sus problemas (Tolosa 2018).
El contexto de la excavación reprodujo condiciones estructurales de desigualdad étnica, social y laboral propias de la zona, del mismo modo que el rol de “patrón” en el trabajo de campo reproducía la propia posición social de Ambrosetti. Nacido en 1965 en una familia acomodada y formado en colegios de élite, representó un tipo de sabio del linaje criollo con poder económico, que desde sus primeras expediciones combinó sus inquietudes intelectuales con otros concernientes a su clase, como el aprovechamiento de recursos humanos y naturales, los controles de fronteras y la colonización de tierras (Ambrosetti 1893) y aprovechó sus lazos sociales para la gestión que llevó a cabo en el museo (Perazzi 2011).
En otro momento de la investigación, focalicé en las contradicciones entre los discursos y las prácticas efectivas de Ambrosetti para la formación de colecciones destinadas al museo etnográfico, posibles de hallar a partir del entrecruzamiento entre publicaciones y material de archivo. Un primer ejemplo de tales contradicciones es que, si bien se naturaliza el hecho de que las prácticas de época incluían, además de donaciones y canjes, compras de material (Pegoraro 2009), Ambrosetti fue solidificando un discurso contra la compra de colecciones recogidas “sin método científico”, inútiles para el desarrollo de una Arqueología moderna (Ambrosetti 1907), aun cuando él mismo continuaba comprándolas. El discurso general contra la destrucción provocada por los buscadores, sostenido desde las instituciones (Lafone Quevedo 1892, 1897 ; Ten Kate 1893 ; Ambrosetti 1895, 1907), adquirió un viraje especial ante la actividad comercial de Manuel Benjamín Zavaleta en la zona calchaquí —retroalimentada por el Estado nacional, uno de sus principales compradores (Tolosa 2020a). La misma se convirtió en una amenaza para los arqueólogos por su dimensión, destrucción de contextos e información, cantidades vendidas al extranjero y la pérdida de control sobre el mercado local. La argumentación se centró en la oposición antagónica entre la “pureza” de los objetivos científicos y el espurio fin del lucro comercial ; pero este discurso invisibilizaba la propia participación de los científicos como impulsores de la demanda de piezas —generadora del comercio— y su intervención directa en el mercado y la competencia con los huaqueros (Tolosa 2020b). Un ejemplo de esta situación fue la compra de una colección de “doscientos cráneos, cincuenta objetos de alfarería de La Paya y un esqueleto humano” que un comerciante de La Poma había reunido para Zavaleta, pero éste no había retirado por encontrarse de viaje. Ambrosetti “interceptó” la colección y, arruinando la operación de Zavaleta, pagó una suma menor a la que éste había acordado con el comerciante, a la vez que comprometió a este último a recolectar para el museo en el futuro [14].
El caso es interesante porque devela, además de su participación y encargo a un recolector (no-científico, pero conveniente), el costado oportunista del sabio. Su viveza es resaltada en otras anécdotas, como señala Cáceres Freyre (1942), como la de su “rara y maquiavélica manipulación” (p. 93) para obtener una cabeza trofeo de la Amazonía [15]. Estos relatos, que traducen picardía en habilidad personal, solapan el carácter engañoso de sus acciones tras una representación ideal de sujeto vocacional, cuyo fin científico justifica —o al menos no cuestiona— los medios.
El archivo continuó aportando datos sobre procesos de búsqueda de materiales para el museo que permitieron aumentar exponencialmente su número [16] ; entre ellos, la ampliación del horizonte territorial a través de misiones y redes de corresponsalías, gracias a sus vinculaciones sociopolíticas. Ejemplo de esto fue el uso del entramado institucional de la Dirección General de Tierras y Colonias, dirigida por Isidoro Ruiz Moreno, para pedir objetos a gobernaciones y comisarios [17]. A fin de reducir riesgos, Ambrosetti elaboró una serie de instrucciones destinadas a comunicar cuáles eran los objetos de interés y a lograr precisiones para que no perdieran valor científico (Pegoraro 2005) demostrando nuevamente, ante este tipo de recolectores a los que consideraba necesarios, una mayor flexibilidad que frente a los autónomos buscadores de piezas arqueológicas.
El expediente, conservado en el museo etnográfico, no guarda (curiosamente) la lista de objetos requeridos, pero éstos se desprenden de las respuestas, las cuales permiten aseverar que incluía restos humanos. Una de ellas señala “la posibilidad de comprar algún difunto Guayaquí en costa Paraguaya, donde abundan dichos indios, para mandar su osamenta al Museo [18].” El pedido de cuerpos para el armado de la Sección Antropológica fue replicado a otros contactos de Ambrosetti, entre ellos el expresidente Julio A. Roca, quien manifestó haber dado “órdenes para que sean recogidos los objetos y esqueletos indígenas que puedan encontrarse en mis establecimientos” y remitírselos [19].
A partir de estos —y otros— materiales, focalizamos en el problema del envío al museo de objetos y cuerpos indígenas desde la zona chaqueña, por parte de miembros del mismo ejército que avanzaba sobre ese territorio (Tolosa & Dávila 2016). El pedido, realizado por el decano de la facultad, fue exhortado por el propio Ambrosetti, quien argumentaba la importancia de convocar al ejército a colaborar con el museo reuniendo el mayor material posible, dado que “las tribus del Chaco tienden á alejarse cada vez más ó á (sic) desaparecer debido al contacto del hombre blanco [20].” En un contexto de avance militar sobre el territorio y de incorporación de los indígenas sobrevivientes como mano de obra servil en el mercado de trabajo, la idea de la extinción por el “contacto” resulta banal, si no cínica.
La misiva surtió efecto y el museo recibió del ejército contribuciones de objetos etnográficos y antropológicos. Nuevamente, aunque el listado conservado no menciona restos humanos, las respuestas lo evidencian : por ejemplo, el mayor Pedro Cenóz lamentaba no haber conseguido “lo principal de su encargue que son los esqueletos de indios” (énfasis agregado), ni información sobre la existencia de enterratorios [21]. Ambrosetti también pidió esqueletos a Lynch Arribálzaga, flamante director de la reducción de Napalpí [22], quien se negó a buscarlos él mismo [23] pero encargó la tarea al administrador de la reducción [24] y al guardabosques, que se comprometieron a revisar “campos de batalla”, “lugares de matanza” y enterramientos [25], lo que evidencia la participación de otros funcionarios públicos del estado en la apropiación de esos cuerpos. Sus menciones a muertos “en combate” permiten plantear que al menos algunos de los restos enviados pudieron ser de indígenas asesinados durante la campaña.
Ambrosetti destacó especialmente la “cooperación de los señores Gefes (sic) del Ejército Nacional en el fomento del Museo de esta Facultad [26].” Se ha señalado el carácter instrumental de utilizar (entre otras) la estructura jerárquica del ejército para conseguir objetos (Pegoraro 2009). No obstante, es necesario problematizar cuál es el límite de lo instrumental en casos en que, como este, la ciencia aprovechó situaciones de masacre y de sometimiento, tal como expresa la “instrucción” de cómo conseguir el nombre indígena de los objetos, “fácil [de] obtenerlo de los prisioneros [y/o] de los indios mansos [27].”
También es necesario visibilizar las diferencias sustanciales existentes entre restos humanos y objetos etnográficos, opacadas en la generalidad de los “envíos”. En este caso, nuevamente fue el trabajo de entrecruzamiento entre documentos de distintos archivos, memorias del museo y datos relevados por trabajos previos, lo que permitió identificar el ingreso de al menos quince cráneos y dieciséis esqueletos, provenientes de esta región.
Esto lleva a plantear algunas cuestiones. En primer lugar, que no se conserven los listados completos de pedidos ¿permite suponer que ha operado en algún momento el poder de silenciamiento del archivo, al perderse selectivamente de los legajos las páginas que mencionaban a los cuerpos indígenas ? En segundo lugar, es interesante observar cómo cada perspectiva de investigación puede producir distintos resultados aun trabajando con el mismo material, de acuerdo a dónde se coloque el foco, o a las estrategias de diálogo entre documentos (y repositorios), que permiten ayudar a completar vacíos o contrastar los hechos a través de las distintas formas y contextos en que estos son enunciados. Este punto es sumamente importante, ya que la modelización de los documentos efectuada en cada investigación constituye la base de otras a futuro pudiendo contribuir a sostener opacidades, a abrir a nuevos interrogantes, o incluso a plantear acciones concretas que puedan llevar a transformaciones institucionales profundas.
Interferencias
La visibilización de los datos descritos produjo interferencias en distintos planos. En primer lugar, sobre mi propio proceso, que comienza con una inicial indignación que me llevó a reorientar parte de los objetivos de investigación y a otorgarle un espacio a Ambrosetti en la tesis de doctorado. No obstante, comprendí que dicha indignación surgía, en parte, de la sorpresa ante el contraste con la imagen benefactora que tenía interiorizada.
Esta toma de conciencia me lleva a considerar cómo se sostuvo el poder de verdad de esa representación, a un siglo de su muerte —a diferencia de otros próceres científicos, más cuestionados— aún cuando sus aspectos inconvenientes sean fácilmente hallables en el archivo y en sus propias publicaciones. En este sentido, creo que existe una complementación funcional entre la cristalización de su autoridad como padre disciplinar en el origen institucional, el silencio de gran parte del siglo XX —interrumpido solo por algunos trabajos homenajeadores— y mecanismos (históricos y actuales) de despiece textual, exclusión y solapamiento de datos negativos debajo de otros considerados positivos. Esto último indica que así como es necesario observar al archivo como producto de mecánicas de habilitación/prescripción por operaciones del poder y disputas de posesión, que impactan en la conservación/exposición o supresión de sus materiales (Stoler 2009), también es necesario analizar cómo esas mismas lógicas pueden continuarse —o no— en el tratamiento de esos materiales y sus interpretaciones.
Al respecto, me interesa volver sobre el ejemplo del uso discrecional de categorías difusas como la noción de prácticas de época que permiten, aun reconociendo prácticas y discursos dignos de controversia, minimizarlos o disculparlos. Aunque nosotras mismas (Tolosa y Dávila 2016) utilizamos dicha noción para remarcar el aspecto común entre las prácticas de Ambrosetti y las de otros contemporáneos e instituciones públicamente cuestionados, ahora la encuentro problemática. Por un lado, porque homogeneiza y dificulta la posibilidad de encontrar matices o disidencias en los ya limitados archivos institucionales. Por el otro, porque si para los científicos “rechazados” la operatoria ha sido inversa a la utilizada con Ambrosetti (por ejemplo, se han cuestionado sus prácticas o posicionamientos políticos sin considerar la época, e incluso anulando cualquier posible aporte teórico-metodológico), el paraguas de las prácticas de época parece desplegarse —o no— de acuerdo a cuál sea el sujeto en cuestión, lo que la invalida como categoría analítica.
Una segunda interferencia producida por los datos expuestos fueron ciertas incomodidades —no siempre explícitas— en un sector de la academia vinculado al museo etnográfico, especialmente a partir del último artículo mencionado, aunque este no refería a las gestiones contemporáneas. El origen del malestar no remitía ya a los cuestionamientos hacia el sabio, sino a las implicancias concretas que la información vertida en ese trabajo pudiera tener sobre el presente institucional. Por un lado, porque podía entenderse como un señalamiento implícito al silenciamiento y responsabilidad del museo sobre los restos mortales que guarda. Por el otro, porque podía habilitar a que las comunidades indígenas iniciaran pedidos de restitución [28].
En primer lugar, respecto de la posible sensación de señalamiento que pudiera haberse sentido desde el museo, me interesa apropiarme de la misma para plantear, desde allí, una reflexión conjunta ; ya que considero que si el museo es parte del patrimonio de la facultad, el debate no debe resolverse en los límites de una gestión o de alguna disciplina en particular, sino que debe ampliarse, no solo a los colectivos indígenas como principales interesados, sino también al resto de la comunidad académica de Filosofía y Letras, como parte responsable. Desde ese colectivo más amplio, entonces, me interesa saber hasta qué punto la pertenencia académica y un cierto sentido de propiedad pueden dificultar la posibilidad de revisar nuestra propia historia y su justificación en el discurso institucional.
Desde mi perspectiva, si el cuestionamiento hacia las prácticas históricas de formación de colecciones habilita la interpelación sobre la legitimidad del acervo institucional en el presente, es posible sugerir una vinculación entre el mantenimiento actual de la reputación de Ambrosetti y la preservación de ciertos intereses patrimoniales.
Debe decirse que el museo etnográfico ha recibido menos interpelaciones que otras instituciones, especialmente en cuanto a pedidos de restitución de restos humanos. Un mayor énfasis en su cariz arqueológico, una tradición de exhibición de restos menos marcada que otras instituciones, la privacidad de sus catálogos y los problemas de clasificación entre restos contemporáneos y “arqueológicos”, señalados por Anne Gustavsson (2011), permiten entender en parte por qué el museo tiene hoy una nula tradición de restituciones.
Asimismo, la construcción histórica del discurso disciplinar ha colaborado con esa ausencia de cuestionamientos al continuar la tradición —impuesta por el propio Ambrosetti— de subexponer sus prácticas de recolección en virtud de sus objetivos científicos, dando como resultado un perfil científico ilustre que subsumió los aspectos más oscuros de su rol como acumulador originario de ese acervo. También ha colaborado al ocluir una parte de la producción científica posterior del mismo museo sobre sus restos humanos (algunos de cuyos trabajos fueron publicados en Runa y mencionados en este artículo). Estos artículos, al pertenecer a investigadores hoy repudiados, parecen quedar por fuera de la historia institucional cuando en realidad también la constituyen y, al igual que los documentos de archivo, deberían ser incluidos en cualquier análisis crítico sobre el tema como parte de las fuentes disponibles [29]. Estas modalidades de inscripción y exclusión expresan las distintas formas de control sobre la producción discursiva institucional que, en este caso, colabora además con sus propios intereses patrimoniales.
Lo antedicho conduce a señalar que, pese a la existencia de una legislación específica sobre restituciones [30], la persistencia de restos humanos indígenas en los depósitos de museos e instituciones antropológicas requiere de un debate profundo y continuado al interior de una academia que no muestra posiciones alineadas frente al tema. Como indica Valentina Stella (2016), es necesario que los científicos cuestionemos nuestra participación haciendo preceder los intereses de las comunidades originarias, lo que equivale a tensionar la misma matriz colonial del conocimiento y sus prácticas. También se hace necesario abordar la mutua funcionalidad histórica entre la ciencia y el Estado en el resguardo y tutela, no sólo de los cuerpos sino de todas las formas de herencia ancestral indígena y preguntarse cómo revertir la asimetría de esas agencias, que no terminan de abandonarse o cobran nuevas formas. Entre ellas, el desplazamiento de la preocupación de los investigadores hacia la conservación de los restos restituidos (Stella 2016), la negación de las ontologías y cosmologías indígenas por parte de agencias estatales, jurídicas y científicas (Rodríguez [en prensa]), la imposición de lógicas estatales y apropiación simbólica de las restituciones desde sus organismos (Tolosa y Guiñazú 2020), las disputas de poder sostenidas alrededor de esos actos entre políticos, académicos, militantes y funcionarios (Lazzari 2011), etc. Estas cuestiones requieren fundamentarse en un abordaje crítico del pasado disciplinar que haga posible permita asumir, para luego desandar, la larga historia de expoliación ejercida por las instituciones científicas y museísticas sobre esos pueblos.
Palabras finales
Lo dicho hasta aquí permite afirmar que los modos de historización disciplinar cambian según las preocupaciones propias de cada etapa histórica, determinando las relaciones con los antepasados institucionales. La producción de Runa permite observar, parcialmente, ese desarrollo más general que continúa.
Así, la primera etapa de homenajes escindidos de cuestiones extracientíficas es coherente con un entramado de sociabilidad institucional, obligaciones recíprocas y relaciones interpersonales entre contemporáneos o antecesores recientes. Luego, las disputas del campo académico, orientadas por ideales a futuro y delimitadas por conflictos políticos e interrupciones constantes de la actividad durante varias décadas, plantean un clima poco propicio para la revisión histórica, reducida a pocos ejemplos. Solo unos años después de retornada la democracia puede observarse, en el aumento de trabajos, talleres, reordenamiento de archivos y simposios, la necesidad de reflexión conjunta sobre el pasado de la disciplina, que comienza a sistematizarse y a crecer como campo específico. Asimismo, el marco presente —producto de ese crecimiento— se nutre de un mayor corpus de trabajos previos ; a la vez que la mayor distancia temporal plantea una relación cada vez más indirecta con los antepasados, mediada por las distintas configuraciones del archivo, los discursos institucionales y las herencias de modelos que valorizan las identidades del pasado.
En todos los casos, el “diálogo” con el pasado se ve atravesado por condicionantes históricos, subjetivos, académicos, y por las tensiones propias de cada contexto, que impactan de manera diferencial. Asimismo, en cada modo de historicidad operan formas explícitas e implícitas de control de la producción de los discursos, que inscriben en las historias disciplinares e institucionales aquellos elementos funcionales a sus parámetros y excluyen otros, según motivaciones profundamente dinámicas.
En esta línea de tiempo, el “mito de origen” de Ambrosetti parece haber quedado cristalizado en el pasado disciplinar de principios de siglo XX, sea por desinterés, omisión, transgresión de las tradiciones académicas, o simplemente por respeto de las generaciones posteriores ; actitudes estas que tienen en común la ausencia de críticas a su figura. Mientras tanto, el museo etnográfico fue espacio de disputas internas por su posesión académica, con momentos de mayor apertura o de directa clausura, en relación con los distintos periodos políticos. En las últimas décadas, una mayor estabilidad institucional y una organización de la documentación, han permitido un crecimiento de las indagaciones en torno al museo y a sus gestores.
Mi propia experiencia de investigación respecto de Ambrosetti me llevó a considerar aquí la construcción y sostenimiento de su figura en el discurso institucional. La misma fue significativa para la fundamentación de la historia científica de la facultad y de la carrera de Antropología en particular, dados sus múltiples aportes, especialmente a la Arqueología. Pero al mismo tiempo, la “sacralización” del rol científico de Ambrosetti, sostenida en distintas estrategias de silenciamiento, fue funcional a la suspensión del análisis crítico sobre su rol patrimonializador, eximiendo hasta hoy al museo de cuestionamientos externos, incluso en el actual marco de demandas indígenas hacia esas instituciones.
Volviendo a la pregunta planteada en la introducción, la puesta en relieve de datos inconvenientes sobre académicos ilustres incomoda ; no porque afecte al pasado, sino por lo que ese pasado justifica en el presente. No obstante, ese movimiento funda también la posibilidad de revisión. En este sentido, y en acuerdo con lo expresado en diversos artículos de la revista Runa, sostengo que si el estudio de la historia disciplinar no supone alguna transformación en el presente, es entonces letra muerta. Asimismo, que la revisión crítica no solo debe aplicarse a los hechos históricos, sino a cómo estos se actualizan, modelan, reproducen o reelaboran en las sucesivas investigaciones, entendiendo que todas ellas constituyen una historia común que seguirá siendo resignificada.
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Abreviaturas
AGFFyL : Archivo General de la Facultad de Filosofía y Letras
AFDME : Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico Juan B. Ambrosetti
Financiamiento
“Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899”. Este trabajo fue financiado parcialmente por la Universidad de Buenos Aires, Beca Doctoral 2010-2015 “Intervenciones no académicas sobre sitios arqueológicos. Un análisis relacional sobre la pluralidad de prácticas, saberes y dinámicas de poder en el Valle Calchaquí (Tucumán)” y por CONICET, Beca Posdoctoral Temas Estratégicos 2018-2020 “Fortalecimiento del rol social de los museos locales del sur de los Valles Calchaquíes (Salta, Tucumán y Catamarca) como núcleos identitarios y como espacios de comunalización”.
Agradecimientos
Quiero agradecer a Mariela Eva Rodríguez y a Ana Cecilia Gerrard, por la invitación a participar de este dossier, y a Axel Lazzari por su lectura y comentarios enriquecedores sobre este trabajo.
Biografía
Sandra Tolosa es doctora en Antropología Social por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y docente de la Licenciatura en Ciencias Antropológicas de la UBA. Su trabajo se desarrolla en el sur de los valles Calchaquíes, donde ha estudiado la historia de la formación del denominado patrimonio arqueológico con foco en la perspectiva de la desigualdad sufrida por las poblaciones indígenas locales.
cahsandra@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-8746-6393
https://www.researchgate.net/profile/Sandra-Tolosa
https://fyl.academia.edu/SandraTolosa
Resumen
En este trabajo reflexiono sobre cómo la Antropología ha ido constituyendo el diálogo con su pasado a través del tiempo y cómo los discursos institucionales han generado modelos que impactan en las investigaciones históricas del presente. La revisión de los artículos de Runa vinculados a la historia de la Antropología permite un acercamiento a la conformación de ese campo de estudios y a las formas de referir —o no— a las figuras del pasado en distintas etapas. A esto sumo mi propia experiencia de investigación sobre Juan Bautista Ambrosetti, figura pilar de nuestra historia institucional que permite ejemplificar cómo, en su caso, la identificación de datos sobre prácticas y discursos —hoy inadmisibles— puede producir incomodidades al confrontar con las construcciones modélicas heredadas, aunque también constituyen una posibilidad de reflexión y de modificación de las prácticas presentes.
Palabras claves : Historia de la Antropología ; Prácticas y discursos ; Archivos ; Ambrosetti ;
Mortos ilustres... ou nem tanto ? Reflexões sobre o diálogo com arquivos inconvenientes, práticas banidas e atitudes questionáveis em relação aos nossos ancestrais disciplinares
Resumo
Neste trabalho, eu reflito sobre como a Antropologia vem dialogando com seu passado ao longo do tempo e como os discursos institucionais têm gerado modelos que impactam nas investigações históricas do presente. A revisão dos artigos da Runa relacionados à História da Antropologia permite uma abordagem da conformação desse campo de estudos e das formas de se referir —ou não— às figuras do passado nas diferentes etapas. A isto, acrescento minha própria experiência de pesquisa sobre Juan Bautista Ambrosetti, um pilar da nossa história institucional que nos permite exemplificar como, no caso dele, a identificação de dados sobre práticas e discursos —hoje inadmissíveis— pode produzir desconforto no confronto com as construções de modelos herdadas, embora também constituam uma possibilidade de reflexão e modificação das práticas presentes.
Palavras chaves : história da Antropologia, práticas e discursos, Arquivos, Juan Bautista Ambrosetti.
Ilustración
Colección de antigüedades incaicas y preincaicas. Una de las seis fotografías adjuntas a la carta enviada por el anticuario Jorge Alexander a Juan Bautista Ambrosetti, director del Museo Etnográfico, en la que le ofrece la venta de la colección. Santiago de Chile, 14 de junio de 1914.
Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico Juan Bautista Ambrosetti, Fondo de Gestión Institucional Académico Administrativo, Sección Juan Bautista Ambrosetti.