1. Introducción
Desde la década de 1930 hasta mediados de los años 1960, la Escuela Histórico-Cultural, corriente teórica de inspiración germánica, adquirió un lugar hegemónico en el campo antropológico argentino a través del antropólogo ítalo-argentino José Imbelloni (1885-1967), y de algunos de sus contemporáneos y sucesores. [1] No obstante, este predominio admite algunos matices que permiten distinguir entre una fase de ascenso (1925-1936), un momento de auge (1936-1955) y un período de coexistencia con otras corrientes antropológicas (1955-1966). Después de esta fecha, los planteamientos de esta escuela se acotan a un linaje epigonal. [2] A partir de 1984 –umbral simbólico del retorno democrático en la Argentina– la Escuela Histórico-Cultural entra en un profundo cono de sombras. Desde entonces fue cobrando importancia una versión de la historia disciplinar, en gran medida vigente, que atribuye a dicha corriente una serie de disvalores, al punto de establecerse entre ella y el presente una profunda extrañeza. La desvalorización abarca críticas a su marco filosófico, al entramado teórico, a la metodología, a la agenda de investigaciones y sus resultados, pero, sobre todo, a una suerte de afinidad electiva entre dicho conjunto de ideas, el poder académico de sus más conspicuos exponentes y las ideologías políticas autoritarias. Aun coincidiendo con lo medular de estas críticas, nos detenemos aquí en una en particular : el carácter anacrónico de esta escuela. Según el consenso de la historiografía, los planteos de la Escuela Histórico-Cultural lastraron el proceso de modernización de la antropología argentina. La perduración del historicismo cultural habría sido un “factor retardatario” que dificultó a la disciplina (y en particular a algunas de sus ramas) participar plenamente del concierto internacional, tanto más cuanto sus novedades pasaron a regularse desde los centros académicos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, desplazando a los del mundo germánico.
La observación precedente coloca una serie de problemas a la hora de historizar el desarrollo de esta corriente en la Argentina. En primer lugar, lleva a prestar atención al despliegue de los argumentos de anacronismo, a los presupuestos epistémicos y filosóficos sobre los que se asientan, y a las apuestas político-académicas que están en juego al momento de “señalar”, como en este caso, hechos que “atrasan”. Pero no menos problemáticos resultan los gestos epistémicos y metodológicos que vendrían a subsanar lo anterior. Nos referimos a la operación que dota de sentido al supuesto hecho anacrónico, identificándolo como una suerte de factor necesario en el desarrollo histórico ; o bien, a aquella otra que, junto con la crítica de las proyecciones presentistas, lo resitúa “en su época” y le “restituye” un sentido original, recuperándolo como parte de una misma tradición que desemboca en el presente. Tanto en el señalamiento del anacronismo como signo de algo supuestamente atrasado como en su revalorización abstracta o contextualista, podemos identificar la familiar alternativa entre presentismo e historicismo (Stocking 1982). En efecto, “denunciar el anacronismo” evoca la actitud whig y presentista sustentada en la concepción progresista de “la historia”. En contrapartida, “historizar el anacronismo”, pues de eso se trata, implica resignificar hechos que supuestamente “atrasan” como “momento” de una lógica histórica compleja, o como realización significativa en un determinado contexto de época .
Esta alternativa, ¿agota todas las posibilidades de historización ? Argumentamos que señalar o historizar anacronismos serían síntomas complementarios de una misma concepción del tiempo y de un mismo régimen histórico que tienden a inhibir la apreciación de la singularidad del acontecimiento. Así planteado, este problema nos invita a explorar formas de abordaje que atraviesen la opción entre el universalismo y el relativismo, tanto como entre el presentismo y el historicismo. En lo que sigue desplegamos una semántica mínima de “anacronismo” a la vista de las reflexiones acerca del tiempo y la historia elaboradas por algunos autores. Mapeamos luego las críticas que construyen a la Escuela Histórico-Cultural como un anacronismo y, por último, esbozamos una posible “lista de tareas” para ensayar un abordaje discrónico como medio para traer a la luz la mentada singularidad del acontecimiento.
2. Anacronismo : ¿en qué sentidos ?
Comencemos por el diccionario. Se comprende por “anacronismo” algo que “está en desacuerdo con la época presente o que no corresponde a la época en que se sitúa”. Aquí el prefijo griego ana significa “contra”, lo que matiza el “desacuerdo” y la “no correspondencia” en un determinado sentido. Hay, pues, en el sentido de “anacronismo” una doble dimensión : por una parte, refiere a un hecho que pone trabas al flujo diacrónico que llega hasta el presente y, por la otra, remite a algo que va en contra de “su propio” tiempo, es decir, que rompe la lógica sincrónica de su contemporaneidad. De aquí se deriva que el anacronismo sea un contratiempo, un problema.
El argumento del anacronismo, sea como señalamiento (presentista) o como reposición (evolucionista o historicista) de sentido, depende, como dijimos, de implícitas concepciones de temporalidad e historicidad. Son conocidas las diversas ideas de la temporalidad atribuibles a la tradición occidental. De acuerdo con Giorgio Agamben (2001), estas ideas pueden repartirse en tres categorías : el tiempo cíclico y eterno del mundo griego, el tiempo lineal y escatológico del cristianismo y el tiempo también lineal, pero vacío, abierto y homogéneo del progreso burgués. Más allá de sus profundas diferencias, estas tres concepciones tienen en común la noción de “instante” como punto efímero en un continuum temporal. Agamben sostiene que es a través de este último postulado que la metafísica y la eternidad se cuelan en la experiencia humana, despojándola de historicidad. Como remedio, el autor plantea la necesidad de reflexionar sobre la interrupción y el tiempo heterogéneo y discontinuo como condición para una historicidad humana. Propone que es en aquella acción decisiva (kairós) que recupera el recuerdo de que la “patria original del hombre es el placer” (ídem:155) donde reside la posibilidad de liberarse de las cadenas de la eternidad y el instante. De modo análogo, Walter Benjamin (2008) tematiza la plenitud de un tiempo-ahora extraído del continuum de la historia en un “momento de peligro” a los fines de activar la emancipación de los oprimidos.
La problemática de la temporalidad en relación a la posibilidad de una experiencia auténtica de la historia recubre también la cuestión del anacronismo. En el marco de una crítica a la concepción del anacronismo como la máxima falta que pueda atribuirse a un historiador, Jacques Rancière (2022) ensaya una reivindicación de las anacronías. De manera semejante a Agamben y Benjamin, el autor busca rescatar al anacronismo de la lógica de la continuidad, extrayéndolo de la cronología (diacronía cuantificable), de la noción de época (sincronización de elementos en un Zeitgeist), y del instante vacío e inaprehensible. Sólo así podría concebirse un (im)posible vivido.
Allí donde algunos historiadores señalan “anacronismos” y otros se proponen “historizarlos”, situándolos en “su propio marco temporal” o en el desarrollo histórico, intentaremos ver el síntoma de un “contratiempo” que pretende domesticarse por las figuras de la continuidad eterna, la época y el instante vacío. Esta tentativa supone un abordaje discrónico. Ciertamente, una historización en clave discrónica no puede escapar a las temporalidades e historicidades continuas (diacrónicas y sincrónicas), pero puede yuxtaponer a ellas hechos que establecen discontinuidades y revelan acontecimientos. [3] Teniendo en cuenta esta discusión profundizaremos, primeramente, en tres dimensiones en las que aparece jugando el argumento del anacronismo.
2.1. El anacronismo como factor diferencial del proceso histórico : modelos evolucionistas e historicistas de la “supervivencia” y la “anticipación”
Concepciones diversas identifican en el anacronismo un factor diferencial del proceso histórico. La heterogeneidad de los elementos temporales coexistentes en un mismo plano lógico produce un movimiento perpetuo de sincronización que se expresa como “época”, y un movimiento, igualmente incesante, de diacronización hacia un “destino” que puede ser repetitivo, final o abierto. Este impulso de ordenamiento del anacronismo es la contracara de la universalización de la historia, reuniendo temporalidades “internas”, “locales” y diversas en escalas abstractas meta-temporales, dando una estructura que queda naturalizada con la cronología.
En el ámbito de las llamadas “Historias de la Humanidad” construidas desde la antropología, todas ellas inscriptas en el tiempo homogéneo, lineal, vacío y abierto de “la historia”, tanto “evolucionistas” como “historiadores” de la cultura, establecen una correspondencia entre el anacronismo y la idea de supervivencia. En cada condición evolutiva (salvajismo, barbarie o civilización) o en cada ciclo cultural (culturas protomorfas, constitutivas, complejas) existe una yuxtaposición de elementos (y estratos) anacrónicos y actuales. En la interpretación evolucionista, el anacronismo queda identificado a una supervivencia del pasado (residuo) en una corriente de progreso. El procedimiento consiste en diacronizar el anacronismo, reconocer la diferencia “molecular” y el desacuerdo de temporalidades, para obliterar esa condición sin detenerse en ella. El historicismo cultural, en cambio, ensaya un doble juego frente al anacronismo : sitúa la supervivencia en un ciclo cultural -sincroniza el anacronismo- y luego diacroniza los ciclos ; el gesto historicista se distingue así del evolucionista porque la diferencia se vuelve “molar” y las temporalidades en desacuerdo se densifican y se hacen más lentas, no obstante ser finalmente recuperadas en un mismo plan histórico universal. En el primer caso, el anacronismo juega en una filosofía del progreso ascendente al estilo whig, mientras que, en el segundo caso, lo anacrónico da lugar a una actitud más relativista que apalanca una visión histórica complejizada, intrincada, con ascensos y caídas parciales, pero “anódica” en su conjunto, como diría el propio Imbelloni.
Si bien la idea de anacronismo suele leerse como supervivencia del pasado (lo inactual en lo actual) no es menos verdadero que el “desacuerdo” temporal implica también el anacronismo de “lo nuevo”. Este último sentido es fundamental para argumentar el “cambio” y aparece en las teorías que mencionamos de la mano de nociones tales como “invención”, “descubrimiento”, “creación” e “impulso vital y expansivo”. Bajo esta acepción, el anacronismo es aquel factor diferencial que viene a alterar la actualidad de un equilibrio, requiriendo un expediente de diacronización que otorgue al conjunto (etapa o ciclo) una nueva forma estable y una direccionalidad.
¿En qué consiste la dirección (mejorativa) de la historia sino en la “astucia” de un mecanismo que para unos es la razón lógica y para otros la razón histórica ? En ambos casos, el resultado es el mismo : la transmisión de los “anacronismos superados” (lo viejo renovado, lo nuevo instituido), en tanto que diferenciales temporales purgados de su potencia de acontecimiento. Tanto en la visión del evolucionismo decimonónico “optimista” y “racionalista” como en la del historicismo cultural “escéptico” y respetuoso de los meandros de la geografía, las épocas y las poblaciones, la humanidad finalmente es el sujeto histórico que aprende y se realiza a través del tiempo.
2.2. El anacronismo en la historia de la antropología : historia presentista y presentismo historicista
En el ámbito de la historia de la antropología, que es aquí nuestro interés, el anacronismo/supervivencia aparece en los juicios sobre doctrinas y autores connotando falta de actualización en los debates, métodos y técnicas contemporáneas. El sentido predominante es el de “atraso” respecto de una situación actual o ritmo de cambio, o bien la “persistencia” de algo que existió en una época que le era “propia”, pero sobrevivió a ella vagando huérfano y sin rumbo en la corriente histórica del progreso. La única vigencia (sentido y función) a la que puede aspirar el fenómeno anacrónico es la de ser un signo diagnóstico de una época pasada o, en su defecto, un fetiche que satisface la nostalgia del anticuario.
Ya mencionamos que identificar el anacronismo como residuo revela una actitud presentista, sea ésta consciente o no. En la historia de la antropología, la actitud evolucionista clásica supone una afirmación miope del presente, suponiéndolo una culminación que vacía por dentro cualquier anacronismo, al punto de trazar una casi equivalencia con superstición e irracionalidad. El historicismo, por su parte, adopta una modalidad estrábica del presentismo. El buen historicista contextúa las teorías y autores en sus tiempos “propios” (sincronismos) y reconstruye desarrollos “complejos” (diacronismo), pero no por ello deja de responder a valores, intereses y proyectos situados en un presente. A diferencia del tono progresista del evolucionismo, el presente es objeto de una crítica que señala ausencia de realización o pérdida. Este presente “en crisis” reclama al pasado un punto de vista que lo relativice, sin por ello ceder su privilegio epistémico y valorativo.
El camino directo o indirecto que lleva al reconocimiento de lo anacrónico como supervivencia se refleja en los modos en que se concibe el anacronismo como novedad. En ambas vertientes teóricas, “lo nuevo” (o lo viejo renovado) redunda en acumulación direccionada al presente. En el historicismo este camino es sinuoso, expuesto a desvíos y encarnaciones diversas que, no obstante, se preservan : es “tradición”. En el evolucionismo, lo nuevo resulta de una operación de descarte y puesta a punto mediante la refutación empírica de errores y falacias : es “modernización”.
2.3. Proyección acrítica de la situación presente en el pasado
En este caso el anacronismo no es el atributo de un estado de cosas en la historia humana (o de la antropología) sino un defecto epistémico y de método que revela una insuficiente crítica de la situacionalidad del conocimiento. En este punto, el historicismo se auto concibe más “maduro” que el evolucionismo, pues al gesto de ubicar los hechos culturales “en sus tiempos” le corresponde, asumida la “crisis del presente”, la autocrítica de la propia perspectiva. La relativización mutua de las coordenadas imaginarias de pasado y presente evitaría al historicista el riesgo de la proyección anacrónica, y específicamente, aquel basado en universales racionales. Sin embargo, el historicismo cultural -como el de Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural - tampoco puede prescindir del recurso a universales para comprender el espíritu de otras épocas de la historia (de la antropología) ; la única diferencia es que dichos universales son intuitivos, y es precisamente este defecto de “espíritu geométrico”, lo que garantizaría el virtuoso acceso a una verdad más genuina.
En suma, supuesto el “desacuerdo” o “no correspondencia” de temporalidades, el anacronismo puede desplegarse como supervivencia o como novedad, se domestica sincronizando y/o diacronizando su acontecer diferencial bajo la forma de historia basada en la tradición o en la razón. Asimismo, se liga al problema de la verdad histórica como error de proyección presentista o límite de la crítica historicista del presente. Deslindados estos sentidos, pasemos a analizar los usos del anacronismo en las críticas dirigidas al historicismo cultural en la Argentina.
3. Figuraciones del anacronismo en los críticos de Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural (c. 1984-c. 2000)
De las críticas a las doctrinas y actuación de Imbelloni y sus discípulos nos interesan aquellas que comienzan a aparecer con posterioridad a la recuperación democrática en 1984 y que contribuyeron a una nueva historiografía de la disciplina. La preocupación fundamental de estas historias es establecer una distancia, incluso un corte profundo, con las épocas anteriores. Esta actitud refundacional varía, sin embargo, según las subdisciplinas, los elencos y las ecuaciones políticas en las instituciones académicas.
Particularmente corrosiva fue la crítica procedente de los antropólogos sociales de la Universidad de Buenos Aires, donde Imbelloni y su discípulo Marcelo Bórmida habían establecido su base institucional. Desde la antropología social de la Universidad Nacional de Rosario se realizó también un importante ajuste de cuentas, en vistas de la actuación de algunos discípulos de Imbelloni (como Rafael Orta Nadal) durante la última dictadura militar. Provenientes de la Universidad Nacional de Misiones también se escucharon voces muy críticas, en virtud de su apuesta a la antropología social en alianza con sectores de la Universidad de Buenos Aires. En el caso de la Universidad Nacional de La Plata no hubo un fuerte posicionamiento, quizá debido a continuidades profesorales (Armando Vivante, otro de los discípulos de Imbelloni), aunque se apoyó la nueva versión de la historia disciplinar. La crítica fue menos virulenta desde el campo de la arqueología. En la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de La Plata, los discípulos del prehistoriador austríaco Oswald Menghin, aliado de Imbelloni, el conservaron posiciones cercanas al historicismo cultural o ensayaron una transición solapada hacia teorías del procesualismo. No obstante, hubo críticas articuladas por los estudiantes de Alberto Rex González que circulaban entre Rosario y La Plata. En el ámbito de la antropología biológica, el legado de Imbelloni sufrió críticas a los aspectos racialistas de su teoría, pero hubo un reconocimiento de sus aportes técnicos, aun desde posturas neo-evolucionistas. En el área del folklore, la impronta de Imbelloni fue cercenada en la Universidad de Buenos Aires, pero perduró en La Plata y en otras instituciones no universitarias ligadas a políticas patrimonialistas. Este somero e incompleto panorama apunta a mostrar que la elaboración del lugar de Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural en la historiografía de la antropología argentina está inmersa en variadas apuestas políticas mediadas por contextos institucionales particulares.
A continuación, mapeamos un conjunto de textos (en su mayoría escritos por antropólogos sociales) que, entre la década de 1980 e inicios del siglo XXI, edificaron la conciencia histórica de la disciplina que predomina hoy en día. Debemos preguntarnos acerca de qué idea práctica de historia ponen en juego estas críticas. ¿El juicio histórico asume supuestos de progreso científico o plantea relativismos de época ? En fin, ¿cómo aparece el argumento del anacronismo ?
En general, la obra de Imbelloni es considerada como una posibilidad propia de la época (c. 1930 a 1950), pero comienza a verse como anacrónica con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, cuando la influencia germánica que competía con la francesa (y, en menor medida, la británica) es sustituida por la predominancia de la antropología de los Estados Unidos, con sus enfoques de adaptación ecológica, aculturación, personalidad y cultura, etc. En este nuevo medio, resulta anacrónica la perspectiva universal de la antropología de Imbelloni, interesada en la reconstrucción de los ciclos culturales de la Historia de la Humanidad a expensas de las “cuestiones del presente” y, en particular, en lo referente al componente racialista e idealista de su teoría. Por otra parte, la actuación de Imbelloni es comprendida en los marcos políticos del fascismo y el anti-fascismo, derecha e izquierda, peronismo y anti-peronismo, con su expresión en dictaduras militares y otros autoritarismos. Asimismo, el juicio sobre Imbelloni suele estar teñido de las valoraciones de quienes lo sucedieron : Bórmida y Menghin, sobre todo.
La recuperación democrática en 1984 introduce un corte abrupto, un antes y un después, lo que conlleva la necesidad de una depuración del pasado. Esta tarea abarca dos movimientos : 1) cristalización de las ideas de José Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural , encapsulándolas en “su época” y 2) ponderación de su legado (o falta de él) en una supuesta tradición.
En una revisión de la literatura, Sergio Carrizo (2014) ha señalado la tendencia a construir en torno a la figura de José Imbelloni un estereotipo, exento de movimiento y ajeno a las modulaciones de una trayectoria larga y una obra copiosa. Este “hombre de paja” desprovisto de matices suele encontrarse con más frecuencia en las narrativas históricas procedentes de la antropología social y la arqueología de la Universidad de Buenos Aires.
Leopoldo Bartolomé (1982) se valió de la frase “vacío teórico” para explicar la causa de la implantación de la Escuela Histórico-Cultural en la antropología argentina, tras el agotamiento del evolucionismo clásico en los años del Centenario. La ausencia de resistencia y crítica habría producido la penetración y consolidación de la teoría germánica entre 1920 y 1940. La idea de ocupación de un vacío tuvo cierta fortuna y en torno suyo se tejió una proyección anacronizante desde el presente, que consiste en suponer que, si hubiese habido resistencia acorde a los intereses y deseos de los antropólogos-historiadores, dichas ideas y métodos habrían sido rechazados. Por supuesto que no existía vacío alguno sino un espacio de circulación de ideas y personas, quizá débilmente articulado en instituciones y trayectorias, pero de vasta amplitud cultural, que suele reconocerse bajo rótulos como “crisis del positivismo” y “ascenso de los idealismos”. En cualquier caso, la idea de “vacío teórico” fue retomada por Guillermo Madrazo (1985), quien vio en el idealismo historicista la causa que impidió a la disciplina desarrollar una “antropología de lo real”. Más recientemente, Hugo Ratier (2010) reprodujo las apreciaciones de Bartolomé y Madrazo –todos ellos pertenecientes al mismo ámbito de alianzas académicas– y, aunque rescató de Imbelloni su retórica contra el etnocentrismo, se encargó de subrayar el “trasfondo ideológico fascistizante y racista” del antropólogo ítalo-argentino (ídem : 26). De modo similar, Patricia Arenas e Inés Baffi (1991-92) acentuaron la conjunción de raza y cultura preconizada por Imbelloni, considerándola parte de un Zeitgeist, sin por ello dejar de juzgarla negativa a la luz de los sucesos históricos posteriores. Es decir, más que la obra de Imbelloni, es la perduración de sus supuestos teóricos e ideológicos hasta entrados los años ochenta, cuando otras modas y transformaciones disciplinares estaban en vigor, lo que constituye el anacronismo bajo la figura de supervivencia.
Las carreras de antropología en las universidades de La Plata y Buenos Aires, creadas a fines de la década de 1950, y el ascenso de la llamada “antropología social argentina” desde mediados de los años 1960, con un fuerte ideal de ciencia social “útil” y/o “comprometida”, alteran el medio institucional, los actores y los parámetros de juicio. En esta nueva situación, las narrativas históricas interpretan la sobrevida de la Escuela Histórico-Cultural en función de la ocupación de posiciones claves de poder académico por parte de sus epígonos y aliados, situación política que se revela histórica, pero ideológicamente “indeseada”. En síntesis, la idea de “vacío teórico” y de lo que podríamos denominar “factor extra-teórico” esconden las claves valorativas de esta historiografía a la hora de interpretar la doble sorpresa de la implantación y supervivencia de esta escuela. Siguiendo este mismo esquema, hay estudios que, apelando a los “cambios de época” buscan dotar de mayor historicidad a la trayectoria de Imbelloni y su escuela. Por ejemplo, el rosarino Edgardo Garbulsky (1987) recorrió la producción imbelloniana desde antes de la Primera Guerra Mundial, identificando una mutación desde un primer biologicismo social positivista (expresado en sus textos críticos del pacifismo) hacia un idealismo cultural e histórico. La figura de Imbelloni no escapa a una crítica teórica e ideológica, pero adquiere movimiento interno. En la reconstrucción histórica de Leonardo Fígoli (2004), el lugar de Imbelloni está enmarcado en un período específico del proceso de construcción nacional caracterizado por un nacionalismo que se juzga exacerbado, pero de algún modo necesario. Atento a los entramados académicos, Pablo Perazzi (2003) ha caracterizado a Imbelloni como un big man que distribuía inclusiones y exclusiones académicas durante el primer peronismo. Patricia Arenas (2011) también buscó modular la introducción de la concepción historicista de la cultura reconstruyendo los antecedentes del Epítome de Culturología (Imbelloni 1936) desde varios años antes, tomando en cuenta el empalme con sus apuestas previas en el campo del “nuevo americanismo”.
Desde 1984 los historiadores de la arqueología también han dedicado espacio a analizar la actuación e investigaciones de Imbelloni, en función de haber sido el impulsor y aliado del prehistoriador Oswald Menghin. María Teresa Boschín y Ana María Llamazares (1984) consideraron la perduración de la Escuela Histórico-Cultural a través de Imbelloni-Menghin como un “factor retardatorio” en la historia de la arqueología. Más recientemente, y en clave de reflexión historiográfica, Javier Nastri (2004) comparó seis periodizaciones de la disciplina arqueológica ; en todas ellas, la Escuela Histórico-Cultural aparece con signos de negatividad.
Existe una visión menos desvalorizante de la obra de Imbelloni en las historias de la antropología biológica. Raúl Carnese, José Cocilovo y Alicia Goicoechea (1991-1992), vinculados a los elencos de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de Córdoba, actualizaron el lugar de Imbelloni a la luz de las apuestas de la antropología en el período democrático. Retomando a Arenas y Baffi (1991-1992), resaltaron el tipologismo racial sustentado en una perspectiva anti-materialista y anti-evolucionista, pero moderaron su juicio al conectarlo a un medio institucional y a una época determinada. Si esto resulta de una proyección anacrónica desde el presente de los autores, lo es también la consideración positiva de los aportes del autor a la sistematización de la información morfológica paleoamericana, las técnicas craneométricas y, en general, a las investigaciones sobre el poblamiento americano.
Sintetizando : la historiografía sobre Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural muestra una constante oscilación entre el efecto de encapsulamiento en “su época” (historicista) y el efecto de legado (o falta de él) en el presente. No obstante, pueden identificarse algunas tonalidades diferentes. Los ensayos historiográficos cercanos a 1984 son claramente más anacrónicos (en el sentido de proyección presentista) y están interesados en establecer un hiato en la tradición, asumiendo tácitamente un posicionamiento “progresista”. Esto se verifica principalmente en el ámbito de la antropología social y en menor medida en el de la arqueología ; en ambos casos, predomina la versión de la Universidad de Buenos Aires y las ideas de “vacío teórico” y de perduración por causas “extra-teóricas”. Para esta historiografía la conservación de posiciones de poder por parte de los herederos de Imbelloni habilitó una suerte de vida artificial del propio Geist de la Escuela Histórico-Cultural. Armando Vivante en la Universidad de La Plata, en clara actitud epigonal, y Marcelo Bórmida y Mario Califano en la Universidad de Buenos Aires y más tarde desde el Centro Argentino de Etnología Americana (CAEA), virados hacia la fenomenología cultural, lastraron desde la etnología el desarrollo progresivo de la antropología. Un diagnóstico semejante se aplica a la arqueología que se deriva de Oswald Menghin.
Las historizaciones más recientes están atentas a dimensiones institucionales o ensayan reflexiones meta-historiográficas. Esto denota cierta distancia crítica con respecto a las primeras imágenes de la Escuela Histórico-Cultural que se correspondería con una menor necesidad de estereotipación, un recambio generacional y una mayor consolidación y complejización institucional del campo disciplinar. Estos factores reclamarían la construcción de una tradición más abarcativa.
Hemos repasado diversas figuraciones del anacronismo en las críticas dirigidas a Imbelloni y la Escuela Histórico-Cultural. Estas historizaciones, surgidas desde los centros del poder académico de la disciplina a partir del retorno democrático (c. 1984), tienden a concebir el período 1955-1980 como un portentoso anacronismo, salvo algunos “años felices” en que el desarrollo local sincroniza con el de las antropologías metropolitanas de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña y los “problemas del país”. En fin, asistimos a una operación historiográfica de diacronización y sincronización que se hace necesaria para una generación en su ambivalente tarea de afirmarse en el rechazo de un legado.
4. “Lista de tareas” para descubrir acontecimientos
Indiquemos ahora una posible “lista de tareas” en torno al caso de marras con el propósito de “jugar” con el anacronismo y evocar los perfiles de un acontecimiento. Esto implica una operación de desmontaje y collage de temporalidades e historicidades en favor de una historicidad radical y abierta y, por ende, de una puesta entre paréntesis de los horizontes metafísicos del progreso, el ciclo repetitivo y el instante/eternidad. Yuxtaponiendo ejes de diacronía, sincronía y anacronía, daríamos con un abordaje discrónico o con una “parahistoria”, entendiendo por tal un gesto de añadidura [4] a la operación historiográfica o meta-historiográfica.
Imaginamos algunas posibilidades. Podríamos extraer las críticas de la Escuela Histórico-Cultural de su “propia época” (c. 1984- c. 2000) y hacerlas contemporáneas (y no sucesoras) a ella. Este experimento mental de anacronismo inverso nos confrontaría a la posibilidad de un acontecimiento. Poner lado a lado las concepciones emic (“en sus propios términos”) de Imbelloni y de sus críticos posteriores, sin protegerlas con las “cápsulas” de su tiempo, anunciaría algo novedoso. En tal sentido : ¿habría aceptado Imbelloni que la suya era una antropología “lejos de la realidad del país” (crítica de Madrazo) ? ; recíprocamente, ¿cómo habría reaccionado Madrazo a la acusación de Imbelloni de que la antropología “comprometida” que él propugnaba corría el riesgo de ser barrida por intereses no científico-académicos imposibles de controlar ?
Ahora bien, nada de esto sucedió en “la historia” pretérita… pero está sucediendo ahora, es decir, se constituye performativamente en una singularidad. Ésta última no deriva de la perspectiva nueva de un sujeto (“yo”) acerca de dos hechos separados en el tiempo (sucesivo) y ahora yuxtapuestos anacrónicamente, sino que de algún modo ya estaba ahí virtualmente. Como en la técnica pictórica del anamorfismo (notar la partícula ana), algo que es un punto amorfo desde cierta perspectiva “familiar”, deviene una figura cuando se altera el punto de mira. El acontecimiento es pues el descubrimiento recíproco del objeto y la perspectiva del sujeto ; es la propia textura constitutiva del lazo que quiebra las temporalidades del “antes” y el “después”. El descubrimiento profundamente afectivo y afectante que es el acontecimiento permite traer a escena situaciones rechazadas por las filosofías históricas del progreso, la repetición y la eternidad, liberando el “buen” anacronismo de los mecanismos de diacronización y sincronización.
También es posible el movimiento inverso. Por ejemplo, desenganchar aspectos y tópicos de la Escuela Histórico-Cultural del continuum pasado-presente y sostenerlos en la actualidad. ¿Qué contratiempos emergen de esta yuxtaposición ? Entre las instituciones que hoy conforman la antropología argentina, contamos al Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires), la revista Runa y el Centro Argentino de Etnología Americana. Más allá de que este último tiene una proyección casi nula, dichos nombres revelan de un golpe la “marca” de Imbelloni y de la Escuela Histórico-Cultural. Pero no basta con pensarlos como parte de una “genealogía invisible” (Darnell 2001) o un “antecedente” olvidado, y seguidamente abocarnos a reconstruir contextos de fundación y desarrollo, apelando a diacronías y sincronías. Sin lugar a dudas esto es imprescindible, pero creemos necesario “añadir” procedimientos de “buen” anacronismo para así conformar un abordaje discrónico que permita captar acontecimientos. Así ¿debemos conformarnos con recuperar la concepción de una “Historia de la Humanidad” y asimilarla como “precedente” de algunos aspectos de la “historia global” que hoy se cultiva en ciertos espacios ? O, ¿cómo evitar anexar la teoría de Imbelloni sobre el pensamiento y la religión de las “altas culturas americanas” a una suerte de “anticipación” de las reapropiaciones actuales sobre “espiritualidad indígena” ? ¿Qué decir sobre la aparente corroboración de la hipótesis sobre el poblamiento americano por la ruta de Polinesia (Imbelloni 1956) ?, ¿estamos hablando de lo mismo ? La ideología fascistizante y el racialismo presentes en el historicismo cultural de Imbelloni, sus aliados y discípulos, hoy resuena con una nueva actualidad. Pero consideramos que no se hace justicia a las singularidades de aquel y éste fascismo, del racismo de antaño y de hogaño, con sólo oscilar entre los marcos de época y el curso histórico.
La mención de estos núcleos problemáticos es apenas un ejemplo de una “lista de tareas” pendientes para poder desentrañar lo singular del acontecimiento de los pliegues del “contexto” y la serie ampliada de los “desarrollos”. La apuesta consiste en circular entre diacronismos, sincronismos y anacronismos y hacer surgir desde allí la enigmática potencia del fósil.
Resumen : Entre inicios de la década de 1980 y comienzos del siglo XXI, el consenso historiográfico acerca de la antropología argentina identificaba como “anacrónica” la larga perduración de la Escuela Histórico-Cultural. Los postulados, métodos e intereses de esta corriente de origen germánico, representados paradigmáticamente en la figura y la obra de José Imbelloni (1885-1967), se habrían prolongado más allá de “su época”, constituyendo un factor de atraso en la modernización disciplinar iniciada con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. En las últimas décadas, una nueva historiografía menos presentista y más atenta a los contextos resituó y reinterpretó los aspectos doctrinarios, los resultados sustantivos y las trayectorias de los actores y las instituciones vinculados a esta escuela, contribuyendo a una densificación historicista del fenómeno. Así, el supuesto “anacronismo” fue historizado. Ahora bien, sostenemos que denunciar o historizar anacronismos serían síntomas complementarios de una misma concepción del tiempo y de un mismo régimen histórico que tienden a inhibir la apreciación de la singularidad del acontecimiento. Planteado el problema, en este artículo argumentamos en favor de un abordaje discrónico y abrimos una “lista de tareas” pendientes para desentrañar los acontecimientos en torno al problema de la Escuela Histórico-Cultural.
Bibliografía
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