Introducción
En el presente artículo estudiaré la trayectoria de Gerardo Arrubla Ramos (3.3.1872-2.5.1946), político, funcionario, educador, historiador y apasionado por las antigüedades indígenas, durante su gestión como director del Museo Nacional de Colombia en el segundo cuarto del siglo xx [1]. Mi objetivo es poder entrever los resultados de su gestión en la configuración de las colecciones del Museo [2] y los efectos de su accionar en el desarrollo de un sentido de valoración de los bienes arqueológicos que, anacrónicamente, podríamos denominar patrimonial.

El artículo se divide en tres secciones. La primera revisa cómo Arrubla, mientras ejerció como director del Museo Nacional, trató de mejorar la situación de su colección arqueológica y solicitó al Estado los recursos necesarios para estudiarla científicamente en la institución. Sus clamores fueron desoídos y, a finales de 1930, fue establecido un nuevo museo para albergar dichas colecciones. No obstante, previamente las inclinaciones de Arrubla incidieron en las prácticas de coleccionismo que desarrolló en el Museo y habían influido en la labor pedagógica no formal que allí desempeñó, temáticas que se tratarán en la segunda parte del texto. Finalmente, en la última sección se evoca el accionar de Arrubla con el manejo de las antigüedades indígenas en otros escenarios. Si bien Arrubla no parece haber sido una figura de avanzada en los estudios sobre los pueblos prehispánicos, su lugar de enunciación privilegiado en el entramado gubernamental, sus actividades en el Museo y su labor de perito estatal permitieron que contribuyese a la inclusión de aquellos antiguos pobladores en el imaginario histórico. Ello al menos hasta mediados de la década de 1930, momento en el cual comenzaron a destacarse otros actores en este proceso en instancias diferentes al Museo Nacional.
Solicitudes ignoradas y la aparición de un nuevo museo
Gerardo Arrubla dirigió en dos oportunidades el Museo Nacional, primero entre el 20 octubre 1922 y noviembre de 1924 (Ospina y Portocarrero 1922:165), y luego desde el 31 de julio de 1926 hasta abril de 1946 (Abadía 1926 : 350). En 1922 se encargó de reorganizar el Museo Nacional en el edificio Pedro A. López y la disposición que dio a las colecciones refleja su interés por las temáticas históricas. Esta fue la primera oportunidad en la cual se organizó el Museo siguiendo un relato cronológico lineal, el cual caracterizaría por décadas las salas históricas de la institución. En su informe de 1923, Arrubla dio cuenta del este ordenamiento :
De los siete salones, cinco se hallan consagrados a la historia, siguiendo un orden cronológico riguroso, en esta forma : el primero encierra los objetos pertenecientes a los Aborígenes, y tiene una sección para la época de la Conquista que abarca los años de 1499 a 1550 ; el segundo dedicado a la Colonia, años 1550-1810 ; el tercero a la Independencia, años 1810-1819, y el cuarto y cuarto bis a la República, en sus diversos periodos desde la Gran Colombia hasta hoy. Otro salón, el más amplio, guarda las colecciones de Ciencias Naturales, zoológicas, mineralógicas y paleontológicas… El salón sexto se dedicó a la Numismática y a las Variedades, nacionales y extranjeras. En fin, la galería de pinturas… hubo que establecerla en un largo corredor, estrecho y sin luz suficiente, por falta de sitio. (Arrubla 1923 : 152-153)
Sin la paciente labor de sus predecesores en la dirección del Museo, como Fidel Pombo (1837-1901) y Ernesto Restrepo Tirado (1862-1948), Arrubla no habría contado con los elementos necesarios para presentar al público esta secuencia coherente de salas históricas. Vale anotar que, además, fue el coautor del manual histórico que por generaciones medió la aproximación de los escolares colombianos a su pasado. Junto con Jesús María Henao (1866-1944), Arrubla escribió la Historia de Colombia para la enseñanza secundaria y el Compendio de la historia de Colombia para la enseñanza de las escuelas primarias de la República, obras publicadas por primera vez en 1911.


En el Anuario de la Universidad Nacional de Colombia dio cuenta de la situación de las colecciones arqueológicas en 1939, poco antes de que fueran remitidas al Museo Arqueológico Nacional. Se describen de la siguiente manera :
La sección de los Aborígenes guarda los objetos arqueológicos pertenecientes a pueblos y tribus prehistóricos que vivieron en territorio colombiano. Entre las colecciones que allí se exhiben merece señalarse, en primer lugar, por su valor arqueológico y artístico, la de orfebrería de los Quimbayas […] Hay también muchas muestras de la cerámica de los mismos quimbayas […]
El pueblo Chibcha está representado por multitud de objetos, todos interesantes y dignos de estudio […] La civilización de San Agustín o del Alto Magdalena muestra varias esculturas de piedra, y existen piezas procedentes del Ecuador, de Panamá y de México. (Arrubla 1939 : 340)



Si bien esta colección solo ocupaba la mayor parte de uno de los salones, el interés de Arrubla por los objetos prehispánicos pudo percibirse ya desde su primer informe de gestión, en el que indicó que dicha colección era muy escasa y debía aumentarse “para poder fundar sobre ella verdaderos estudios científicos” (Arrubla 1923 : 156). Tiempo después sugirió que, para que el Museo desempeñara efectivamente su misión educativa e investigativa, debían establecerse dos secciones : una dedicada a las ciencias naturales y otra de arqueología.
En 1932, Arrubla reiteró su juicio sobre la insuficiencia de las colecciones arqueológicas para la ejecución de estudios serios. Entonces solicitó que se procurase su aumento y la contratación de expertos en la prehistoria, “para levantar planos y hacer exploraciones en los campos arqueológicos, con lo cual no solamente se abrirán nuevos horizontes a la ciencia, sino también se estimulará a quienes cultivan estas disciplinas tan descuidadas entre nosotros” (Arrubla 1932, 131-132). El mismo año, José Domingo Rojas Guzmán entregó una relación donde comunicaba la situación del acervo arqueológico y evidenciaba, en parte, por qué este no podía utilizarse para análisis “científicos” [3].
En su reporte de 1933, Arrubla recalcó que, para el desempeño de su misión científica, el Museo debía contar con tres departamentos dirigidos por técnicos especialistas : uno de ciencias naturales, otro de historia y un tercero de “arqueología y etnografía, con taller para el moldeado y fotografía de las figuras y objetos” (Arrubla 1933, 235-235). En 1932, el escultor Rómulo Rozo (1899-1964), canciller de la legación colombiana en México, sugirió la realización de un intercambio de reproducciones entre Colombia y México [4]. Arrubla señaló que consideraba “muy plausible la iniciativa del distinguido artista”, recordando que el Museo de Arqueología, Historia y Etnografía de México contaba con una oficina encargada de la fabricación de reproducciones que disponía de un presupuesto cercano a los 10.000 pesos anuales [5]. En cambio, el museo colombiano contaba con un presupuesto de apenas 700 pesos anuales, lo cual, sumado a la carencia de un taller, impedía que participase en el intercambio. Para suplir este déficit, Arrubla propuso encargarles a los artistas de la Escuela de Bellas Artes la fabricación de los moldes [6].
Durante la década de 1930 e inicios 1940, las reformas educativas de las administraciones liberales facilitaron el surgimiento de nuevos espacios para la formación y el trabajo intelectual. Estos ámbitos contribuyeron a la gradual institucionalización en el país de ciertas disciplinas y a su modernización. En ese contexto se comenzó a investigar en campos del conocimiento para cuya práctica potencial se habían reunido previamente ciertas colecciones del Museo Nacional. Sin embargo, el estudio científico de aquellas colecciones era inviable en esta institución, ya que se requerían mayores recursos y más personal, tal como repetidamente señalaba Arrubla en sus informes. La arqueología y la etnografía fueron unas de las disciplinas cuya institucionalización en Colombia inició durante la República Liberal (1930-1946). En términos prácticos, esta implicó la instauración del Servicio Arqueológico Nacional (1938) y del Instituto Etnológico Nacional (1941). Asimismo, en 1942 se creó el Instituto Indigenista, establecimiento privado que asumió una posición política “de intervención y acción” a favor de las comunidades indígenas (Reyes 2012).
En 1931, se estableció un Museo Nacional de Etnología y Arqueología con dos objetivos : contribuir al conocimiento de la prehistoria y de la historia patria y evitar que dichos “objetos de gran valía” fueran sustraídos del país [7]. Se reconoció como fundador y curador vitalicio a César Uribe Piedrahita (1897-1951), médico y escritor interesado en la arqueología, quien conformaría una junta de curadores ad honorem, junto con el presidente de la Academia de Historia, el director de Extensión Cultural y Bellas Artes del Ministerio de Educación y el director del Museo Nacional [8]. Se trataba, respectivamente, de Laureano García Ortiz (1867-1945), Gustavo Santos Montejo (1892-1967) y Gerardo Arrubla [9]. Sin embargo, aquel museo no pudo iniciar sus actividades : según afirmaba Arrubla, la situación se debió a la falta de presupuesto y a la ausencia de Uribe Piedrahita, nombrado rector de la Universidad del Cauca (Arrubla 1932, 130).
Solo en 1938 un museo dedicado a dichas temáticas pudo hacerse realidad gracias a la iniciativa de personas como Gregorio Hernández de Alba (1904-1973), director del Servicio Arqueológico Nacional (Botero 2012, 229). Asimismo, su creación fue sugerida en 1936 por el arqueólogo español José Pérez de Barradas (1897-1981) quien, al informar sobre su visita al yacimiento arqueológico de Tierradentro, propuso que “el Ministerio [de Educación] y la Universidad [Nacional de Colombia] celebraran un contrato por el cual el primero se encargara de las secciones de Arqueología y Etnografía del Museo Nacional” [10]. Ello para que, con dichas colecciones –el material excavado en Tierradentro y San Agustín y vaciados de estatuas de dichos yacimientos– el propio Pérez procediese a instalar un museo “que cumpla con los fines científicos y pedagógicos que le son propios” [11].
Las colecciones arqueológicas y etnográficas del Museo Nacional fueron prestadas en 1938 para su exhibición en la Exposición arqueológica y etnográfica coordinada por Hernández de Alba y Guillermo Fischer con ocasión del IV centenario de la fundación de Bogotá (Reyes 2021). Se exhibieron piezas pertenecientes al Museo Nacional, colecciones privadas y objetos excavados en Tierradentro y San Agustín por Hernández de Alba (Botero 2012, 235). La exposición también fue una oportunidad para que Hernández de Alba manifestase ante la opinión pública la necesidad de constituir un museo arqueológico (Botero 2012, 240). El conjunto de objetos trasladados desde el Museo Nacional al Arqueológico era de 1854 piezas, según información reunida por Clara Isabel Botero (2012, 248). Luego de la exposición, el Museo Arqueológico y Etnográfico abrió al público en 1940 en dos salas del edificio de la Biblioteca Nacional, espacio donde permaneció hasta 1946, cuando fue trasladado al primer piso del edificio del Panóptico.

Algunos funcionarios públicos y ciertos expertos de las administraciones liberales juzgaron con ojos críticos la situación anterior a 1935. En la memoria del ministro de Educación de 1938, se afirmó que, en el ámbito de la arqueología y la etnografía, hasta entonces había existido únicamente el Museo Nacional, institución “al cargo únicamente de un director y dos conserjes y sin partida alguna apreciable para adquisiciones, de manera que apenas de tarde en tarde un curioso objeto venía a aumentar las colecciones” (Arqueología y Etnología 1938, 193). Sin embargo, no debe desconocerse que fueron sus antecesores en el Ministerio de Educación quienes pudieron haber invertido mayores recursos en el Museo Nacional o financiado de modo apropiado la iniciativa de 1931.
Las solicitudes de Arrubla fueron desoídas y el locus museal para la paulatina consolidación de la arqueología moderna en Colombia fue el museo gestado por Hernández de Alba. Si bien el establecimiento del Museo Arqueológico y Etnográfico no careció de dificultades, en la década de 1940 tuvo una época de auge debida a las labores desempeñadas por Paul Rivet (1876-1958) y los alumnos de la Escuela Normal Superior (Botero 2012, 248), particularmente Luis Duque Gómez (1916-2010), director del Servicio Arqueológico Nacional desde 1944 (Reyes 2019, 409).
Arrubla fracasó en sus intentos de establecer el Museo Nacional como el principal repositorio público de la materialidad arqueológica prehispánica. Tampoco logró convertir el Museo en un espacio activo de investigación arqueológica. Sin embargo, la consecución de dichos cometidos en los espacios institucionalizados de las incipientes arqueología y antropología colombianas fue posible, en parte, gracias a su esfuerzo. Así lo reconoció en 1946 un articulista del Boletín de Arqueología, quien, en una nota necrológica, afirmó que Arrubla había procurado “formar una serie de colecciones integradas por aquellos elementos más representativos del corpus de la cultura material propia de los pueblos indígenas colombianos, antiguos y modernos, colecciones estas que dieron origen a la formación del actual Museo Arqueológico Nacional” [12].
Arrubla y las colecciones arqueológicas del Museo Nacional
Si bien es cierto que la mayor parte de las solicitudes de Arrubla para el desarrollo de la sección arqueológica del Museo Nacional no pasaron de ser proyectos, a pesar de las dificultades presupuestales esta sección pudo incrementarse durante su gestión. En el Archivo Histórico del Museo Nacional de Colombia se conserva un tomo manuscrito denominado Libro de movimiento del Museo Nacional [13], cuyo diligenciamiento inició en 1922 y finalizó en 1946. Desde la fundación del Museo Nacional en 1823, las limitaciones de presupuesto fueron una constante y esta situación no fue diferente durante la gestión de Arrubla. Por ello, el aumento de sus colecciones dependió sobre todo de donaciones y remisiones, siendo imposible comprar muchos de los objetos que se ofrecían en venta. El Libro registró 17 ingresos de piezas prehispánicas resultado de donaciones durante la administración de Arrubla, un total de 72 objetos correspondientes a 3 piezas de madera, 15 de piedra y 54 de cerámica.

La transformación de la institucionalidad encargada de los asuntos relacionados con los temas arqueológicos puede percibirse en el intento fallido de venta de una colección de orfebrería prehispánica. Pablo Emilio Achury Valenzuela ofreció en 1934 un conjunto de piezas pertenecientes a su esposa que incluía un “escudo” y un “cetro” [14]. Ante esta oferta, el secretario del Ministerio de Educación, Manuel José Huertas, indicó que no existía la partida presupuestal para adquirirlos. Además, sugería esperar hasta que entrara en funcionamiento la “sección especial para atender todo lo relacionado con los monumentos históricos y reliquias arqueológicas” [15]. Este proceso infructuoso evidencia cómo, a mediados de la década de 1930, la Academia de Historia y el director del Museo Nacional dejaron de ser los principales interlocutores del Estado en los asuntos relacionados con estas temáticas (García 2009).

La falta de presupuesto no fue el único motivo que impidió las adquisiciones : la falta de espacio era otro factor que dificultaba el incremento del acervo. Las adquisiciones que sí llegaron a término evidencian la especial valoración de las antigüedades indígenas. Los datos registrados en el Libro indican que las compras de estas únicamente fueron superadas por las adquisiciones de objetos de historia natural. Un ejemplo de lo anterior es la firma de un contrato por 20.000 pesos entre José Vicente Huertas, ministro de Educación, y José Manuel Manjarrés, para la adquisición “con destino al Museo Nacional [de] una colección de objetos de oro de la antigua civilización de los indios quimbayas” [16]. La importancia de esta compra puede dimensionarse si se considera que, según el Anuario General de Estadística de 1928, durante ese año la Academia de Historia, la Biblioteca Nacional y el Museo gastaron en conjunto 18.264,92 pesos (Departamento de Contraloría 1928, 248).

El contrato se refería a la colección del médico y político José Tomás Henao (1854-1918), miembro antioqueño de la Academia de Historia que, en 1907, había publicado un artículo sobre los quimbaya (García 2009, 50). El contrato incluyó un informe presentado por Arrubla y Marco A. Pardo, en el que indicaron que el Gobierno debía adquirir la colección, insistiendo en ’la necesidad que hay de impedir que continúen saliendo del país las reliquias de la prehistoria para ir a enriquecer los museos extranjeros” [17]. Este pasaje revela una preocupación por esta materialidad que hoy en día se considera patrimonio. Dicho cuidado estuvo enmarcado en lo que Reyes ha caracterizado como “la búsqueda identitaria y la legitimación de determinados saberes especializados” (2019, 329). Según Arrubla, aquellos testimonios “de la vida pretérita de la nación” debían conservarse en el Museo Nacional, institución que en su opinión debía ser el ámbito privilegiado para el estudio científico de esta materialidad.

Otro caso de interés es la respuesta de Arrubla a la solicitud de Luis F. Calderón, diplomático colombiano en Francia quien, por invitación de Paul Rivet, director del Museo Etnográfico del Trocadéro en París, visitó dicha institución y constató la carencia de piezas colombianas [18]. Arrubla expresó un concepto negativo indicando que “no podemos pensar siquiera en enriquecer museos extranjeros cuando el nuestro exhibe pobrísimas colecciones arqueológicas”. Además, señaló como una necesidad inaplazable la creación de la “sección especial que proyecta crear el Ministerio para atender a todo lo relacionado con los monumentos arqueológicos e históricos” [19].
Vale anotar que estuvo de acuerdo en una oportunidad con la remisión al extranjero de piezas arqueológicas del Museo Nacional, dado que sería un préstamo temporal. Este fue el caso de la iniciativa del Comité de Sevilla del Ministerio de Industrias con motivo de la Exposición Iberoamericana, respecto al envío a España de la colección antiguamente perteneciente a José Tomás Henao [20]. Sin embargo, el préstamo nunca se efectuó ya que, cuando el tema fue consultado con el consejo de ministros, esta instancia emitió un concepto negativo [21].
Arrubla también desarrolló su vocación pedagógica en el museo. En su primer informe de gestión señaló que, el último domingo de cada mes, el Museo abría exclusivamente para los obreros, a los que se dictaban “sencillas conferencias sobre historia patria” [22]. Propuso además realizar conferencias mensuales, destinadas a los jóvenes de colegios públicos y privados, con el fin de fomentar “la cultura histórica, artística y científica” [23]. En 1924, Arrubla relataba que el año anterior había dado cinco disertaciones sobre la “prehistoria colombiana” y que había iniciado un nuevo ciclo con una conferencia sobre los descubrimientos arqueológicos efectuados en Sogamoso [24]. Es probable que estas presentaciones se correspondan con los textos publicados en la revista Santafé y Bogotá entre 1923 y 1924. Estos trabajos y otros textos de Arrubla no aspiraban a presentar hipótesis interpretativas novedosas, sino que tuvieron una intención divulgativa. En los años siguientes, Arrubla dictó conferencias dirigidas a directivas de colegios y a los asistentes al Congreso Internacional Femenino en 1930 [25]. En su reporte de 1933, explicó que la función “instruccionista” del Museo se desempeñaba mediante la presentación ordenada y clasificada de los objetos, las conferencias dadas por el director y, de manera más informal, las explicaciones provistas a los estudiantes cuando solicitaban datos (Arrubla 1933, 235).
Gerardo Arrubla logró incrementar las colecciones de piezas arqueológicas prehispánicas del Museo Nacional de Colombia, a pesar de las limitaciones presupuestales que condicionaban su gestión. Insistió en la necesidad de no desagregar este acervo, aunque no se opuso a la exportación de objetos pertenecientes a otras instituciones o individuos. Además, acercó al público a dicha materialidad por medio de acciones educativas informales en el Museo y sus publicaciones. Con estas, Arrubla contribuyó a la inclusión de las culturas amerindias precolombinas en el relato histórico nacional del Museo. Asimismo, su atención a dichas colecciones contribuyó al posterior desarrollo del Museo Arqueológico. Sin embargo, las actividades de Arrubla relacionadas con el patrimonio arqueológico no se restringieron al ámbito inmediato del Museo, como veremos en la siguiente sección.
Arrubla, perito estatal para los bienes arqueológicos
En octubre de 1931 se expidió la ley 103, la cual declaró utilidad pública los monumentos y objetos arqueológicos de “las regiones de San Agustín, Pitalito, del Alto Magdalena y los de cualquier otro sitio de la nación”. Además, estableció el “Monumento Nacional del Alto Magdalena y San Agustín”, prohibió la venta y exportación de dichos objetos y asignó presupuestos para excavaciones y la adquisición de piezas para un “Museo Nacional de San Agustín” [26]. Previamente, el 3 de enero de 1930, el despacho del ministro de Educación había remitido a Arrubla una nota de la alcaldía de San Agustín fechada el 13 de diciembre de 1929 [27]. Allí, Francisco A. Cabrera, alcalde del municipio, denunciaba la destrucción de algunos “monumentos de piedra” por Eleuterio Gallardo, quien había comprado un terreno en el “sitio de Mesitas, donde existe el mayor número de esas estatuas” [28]. Arrubla contactó a Maximiliano Duque Gómez (1894-1983), gobernador del Huila, quien informó que había ordenado al alcalde Cabrera “tomar todas las medidas posibles para evitar destrucción preciosas reliquias prehistóricas [sic]” [29].
Con relación a la ley 103, Arrubla escribió un memorándum que dirigió al Ministerio de Educación. Allí sugirió que se nombrase a José Domingo Rojas como visitador ad honorem de las regiones arqueológicas, que se seleccionasen inspectores para los distritos donde se hallaban los monumentos, que se levantara un inventario de los habitantes de la región poseedores de estatuas y demás bienes arqueológicos, y que se exigiesen permisos del Ministerio de Educación para las futuras excavaciones. Además, propuso que dichas autorizaciones dependieran de los conceptos de la Academia Colombiana de Historia y de la Junta de Arqueología y Etnología, órgano creado ese mismo año junto con el Museo Arqueológico y Etnográfico, y del cual él formaba parte [30].
Arrubla aspiraba a que Rojas se trasladase “a las regiones arqueológicas del Huila, Cauca y Nariño, hiciera un inventario de los monumentos y procurara la adquisición de ejemplares para este Museo” [31]. A su vez, Rojas, aspiraba avanzar en sus estudios sobre el origen del hombre americano, que consideraba descendiente del “tipo malayo” y procedente de migraciones a través del Pacífico [32]. También propuso adquirir armarios para exhibir correctamente las colecciones, investigar las piezas cerámicas y líticas, aumentar el personal y asignar “partidas suficientes para gastos de exploraciones, rescates de piezas valiosas, compra de objetos, para levantamientos de los planos de las zonas arqueológicas del país, [y] para reproducciones” [33]. Rojas compartía el interés de Arrubla por las culturas prehispánicas y, como él, tampoco fue reconocido como un actor relevante dentro de la genealogía colombiana de los estudios arqueológicos y antropológicos modernos.
La preocupación de Arrubla por estas cuestiones disciplinares databa de tiempo atrás, cuando escribió, junto con Henao, la Historia de Colombia para la enseñanza secundaria. En aquel entonces, Henao ejercía como presidente de la Academia de Historia y en 1925 dirigió una carta al Ministerio de Instrucción Pública donde pedía que se evitara la salida del país de los monumentos históricos de San Agustín ; esta misiva fue una reacción al envío hacia Alemania de las colecciones reunidas por el alemán Konrad Theodor Preuss (1869-1938) (Reyes 2019, 336-339).

En la sesión de la Academia que tuvo lugar el 2 de noviembre de 1922, Miguel Triana propuso que la corporación expresase al Presidente de la República y al ministro de Instrucción Pública “la conveniencia de impedir la dispersión de los tesoros arqueológicos y de adquirir algunos de ellos para el Museo Nacional” [34]. En la sesión del 15 de noviembre, varios académicos discutieron sobre “la necesidad de una ley relativa a la adquisición para el museo de los objetos indígenas que se descubren en el Quindío y en otros lugares” [35]. Un año después, el Ministerio remitió a Arrubla una carta de Triana donde este indicaba que el director del Museo podía informar sobre sus labores etnográficas en México. Dicha experticia debía justificar la consecución de presupuesto para poder llevar a cabo “algunas guaquerías científicamente” en el Quindío, “con el fin de enriquecer con los objetos que se extraigan las infelices colecciones arqueológicas de nuestros museos” [36]. Triana esperaba supervisar la excavación, la cual habría debido ejecutar “un práctico que hay allí [Luis Arango Cano], autor de un libro curiosísimo sobre la materia titulado Recuerdos de la Guaquería” [37].
Tiempo después Arrubla expresó que su trabajo en el Museo implicaba la resolución de consultas sobre temas relacionados “con la historia, y especialmente con la arqueología” [38]. Arguyó que su investigación arqueológica en Sogamoso, tema que trataremos más adelante, había demostrado la necesidad “de una ley que ampare las preciosas antigüedades indígenas” [39]. Además, indicó que el Poder Ejecutivo había realizado una consulta sobre la materia a la Academia, institución que a su vez lo había designado junto con Triana para que redactara un proyecto de ley al respecto. Aparentemente, este no fue adoptado por el Congreso de la República. Si bien, desde la actualidad, podría dudarse de la cientificidad de una excavación tal como la proyectaba Triana, en los acontecimientos descritos se evidencia el papel de la Academia Colombiana de Historia y de sus integrantes en su calidad de asesores del Gobierno en todo lo relativo a los temas “arqueológicos”.
Sin embargo, en términos prácticos, la capacidad de acción de la Academia, sus miembros y el director del Museo no careció de limitaciones. Ello se manifestó en 1922, cuando se autorizó la salida del país de los objetos excavados en la Sierra Nevada de Santa Marta por el estadounidense John Alden Mason (1885-1967) (Botero 2012, 213-214). El Ministerio de Relaciones Exteriores había solicitado a la Academia un dictamen sobre la posibilidad de exportación de dichos objetos. Si bien la institución se declaró en contra, finalmente las piezas fueron enviadas a los Estados Unidos (Ibíd.). El 2 de julio de 1923, Arrubla debió informar a sus colegas de la Academia sobre el envío de piezas que se proponía hacer Mason (Academia Colombiana de Historia 1932, 388).
En otras ocasiones, la divergencia de opiniones respecto a la salida de objetos arqueológicos ocurría al interior de la Academia. Arrubla reportó en su informe de 1933 que, para responder a una solicitud del Ministerio de Relaciones Exteriores (Arrubla, Otero y Samper 1933, 59), dicha corporación había designado un comité de tres integrantes para que expresase su opinión sobre una segunda propuesta del Museo Británico. Esta comisión estaba compuesta por el propio Arrubla, Enrique Otero D’Costa (1881-1964) y Daniel Samper Ortega (1895-1943), director de la Biblioteca Nacional (Ibíd., 61). Previamente, el ministro de Educación Nacional le había encargado “que diera cuenta de tan importante asunto a la corporación y pidiera el concepto de ella en su carácter de cuerpo consultivo del Gobierno que le asigna la ley” (Ibíd., 59). El director del departamento de Cerámica y Etnología del Museo Británico, Thomas Athol Joyce, escribió el 6 de diciembre de 1932 a Alfonso López Pumarejo (1886-1959), embajador colombiano en Londres, y señaló que, si bien en un principio había respondido negativamente a la proposición de efectuar una expedición a Colombia, sus trabajos en Belice se habían suspendido a causa de la destrucción causada por un huracán y esta situación hacía factible [40]. Joyce sugería la posibilidad de enviar al capitán Edward Louis Gruning, con quien había trabajado en Belice, para que emprendiese una exploración arqueológica en San Agustín. El Museo Británico costearía el viaje de Gruning desde Europa, pero al Gobierno colombiano le habría de corresponder asumir sus traslados en el territorio nacional y las remuneraciones de sus intérpretes y colaboradores. Posteriormente, los “trabajos definitivos” se verificarían bajo la supervisión personal de Joyce. Todas las piezas encontradas deberían remitirse a Inglaterra para su estudio, donde el Real Instituto Antropológico y el Museo Británico realizarían las publicaciones científicas correspondientes. Finalmente, los objetos arqueológicos serían devueltos a Bogotá y allí se efectuaría su repartición, ya que una porción del acervo debía entregarse al Museo Británico (Ibíd. 59).
La ley 47 de 1920 prohibía sacar del país objetos considerados de importancia “tradicional o histórica” por la Academia u otros cuerpos consultivos (Reyes 2019, 347), y la 103 de 1931 también impedía la venta y exportación de dichos objetos [41]. En consecuencia, Arrubla y los otros dos miembros del comité propusieron que el Gobierno informara al Museo Británico al respecto de dichas disposiciones y sugirieron que el arqueólogo inglés podía “moldar sobre las piezas originales que descubra las figuras que ha de llevar a Inglaterra para su estudio” (Arrubla, Otero y Samper 1933, 60). No obstante, contradiciendo lo sugerido previamente, en el último párrafo del informe que servía de conclusión y señalaba la propuesta efectiva puesta a consideración del cuerpo de la Academia, se manifestaba la necesidad de modificar la legislación vigente. Allí se afirmó que debía permitirse la salida del país de piezas arqueológicas cuando “esa concesión fuera conveniente para el conocimiento universal de la prehistoria colombiana” (Arrubla 1933, 234-235). En el acta de la sesión de la Academia se reporta que dicha cláusula había sido adicionada por Nicolás García Samudio (1892-1952) (Cortázar 1933a, 575-576), quien ejerció como presidente de la Academia en 1933 (Cortázar 1933b, 595) y 1934. La naturaleza contradictoria del informe refleja las posiciones encontradas de los académicos. Según el acta de la sesión del 1º de febrero de 1933, cuando se encargó a Samper, Otero y Arrubla la redacción del informe, en aquella reunión “se emitieron varias opiniones sobre la importancia de la propuesta [del Museo Británico], sobre el modo de hacer el reparto y sobre lo que dispone la legislación colombiana al respecto” (Cortázar 1933a, 574). Tras dicho debate, se impuso un dictamen en el cual, parafraseando muy libremente a Reyes, podría afirmarse que predominó la “legitimación de determinados saberes especializados” sobre la “búsqueda identitaria” (Reyes 2019, 329). Acorde con el recuento de los trabajos sobre San Agustín realizado por José Pérez de Barradas (1943), la expedición del Museo Británico nunca se llevó a cabo.
Durante su gestión en el Museo Nacional, que abarcó más de veinte años, Gerardo Arrubla participó en dos “comisiones arqueológicas”. La primera de ellas fue la que tuvo mayor repercusión en la esfera pública. En 1924, Cayo Leónidas Peñuela (1864-1946), sacerdote y presidente del Centro Histórico de Tunja, informó a la Academia de Historia sobre sus investigaciones acerca de la localización del Templo del Sol de Sogamoso (Botero 2012, 220). Por entonces se estaba excavando un terreno donde se creía que había estado erigida dicha edificación. Para determinar si, en efecto, los restos encontrados podían vincularse con el templo, se envió una comisión oficial de investigación arqueológica, en la cual participaron el director del Museo Nacional y un miembro de la Academia de Historia, entidad que para dicho cometido eligió a Carlos Cuervo Márquez.
Arrubla y Cuervo Márquez viajaron a Sogamoso junto con Juan Manuel Arrubla, hijo de Gerardo, quien fungía como secretario ad honorem. Concluyeron que los restos encontrados se trataban del Templo del Sol, al considerar que los hallazgos de los guaqueros correspondían a lo narrado por los cronistas de la conquista (Arrubla, Cuervo y Arrubla M. 1943). Sobre esta comisión Arrubla (1924) publicó artículos en la revista Santafé y Bogotá y en El Gráfico, mientras que en El Tiempo fue publicada una entrevista que le realizó Ramón Bernal Azula [42]. Arrubla aprovechó estas oportunidades para sugerir la compra del terreno y la erección de un monumento que conmemorase “la civilización, las tradiciones y los infortunios del pueblo aborigen” (Arrubla 1924, 273). Además, en sus artículos también insistió en la necesidad de una ley que velara por la conservación de las “reliquias preciosas de nuestra prehistoria” (Arrubla 1924, 273).


La segunda comisión arqueológica ocurrió en julio de 1924. El director de La Société Nationale de Chemins de Fer en Colombie [Sociedad Nacional de Ferrocarriles en Colombia] informó que, durante los trabajos adelantados en las rocas de Suesca, habían sido halladas “varias sepulturas de indígenas en las cuales se han encontrado además de los esqueletos humanos algunas curiosidades de épocas indígenas de este país” [43]. Asimismo, el director de la Société expresó que había ordenado que dicho material se extrajese con mucho cuidado, aunque eso era difícil, debido a “la calidad de los obreros” [44]. Los apuntes manuscritos de Arrubla relatan que el día 25 se dirigió a Suesca una comisión compuesta por el ministro Juan Nepomuceno Corpas (1885-1944), Miguel Triana y él mismo. Allí exploraron las tumbas y “practicaron exhumaciones de esos despojos de los aborígenes” (Posada 1925). Posteriormente el Ministerio entregó al Museo el material que había sido excavado en Suesca [45].
Las acciones “arqueológicas” de Arrubla no pueden considerarse como partícipes de un campo arqueológico en vías de profesionalización según su encarnación moderna, como tampoco lo fueron aquellas de sujetos como Miguel Triana o Carlos Cuervo Márquez. Más que trabajos arqueológicos, las comisiones de Arrubla implicaron la aprobación oficial de excavaciones empíricas realizadas por guaqueros y otros actores. Cuando Paul Rivet informó en el Journal de la Société des Américanistes sobre la comisión de Arrubla y Cuervo Márquez, expresó su opinión sobre la necesidad de la realización en el emplazamiento de “excavaciones sistemáticas y completas” (Rivet 1924, 404).
Igualmente, propuestas como el traslado de un bien arqueológico localizado en Villa de Leyva para erigir un monumento en Sogamoso disuenan con la sensibilidad del manejo contemporáneo del patrimonio. No obstante, el interés de Arrubla por los monumentos y las antigüedades indígenas fue innegable. Trató, infructuosamente, de lograr que se promulgase una ley para su adecuada protección, buscó evitar su expatriación y difundió la necesidad de preservar estas huellas del pasado. Además, ejerció la labor de perito oficial en diversas circunstancias relacionados con estas temáticas.
Conclusiones
El desempeño por parte de Gerardo Arrubla de una función de experto sobre los asuntos arqueológicos dependió, en buena medida, de su labor como director del Museo Nacional de Colombia y de las prácticas de coleccionismo y estudio de la materialidad allí ejecutadas. Antes de la aparición del Servicio Arqueológico y del Museo Arqueológico y Etnográfico en la década de 1930, la institución museal fundada en 1823 servía como interlocutora en el entramado estatal para el manejo de las situaciones relacionadas con la materialidad arqueológica prehispánica. El Museo compartía dicho papel con la Academia Colombiana de Historia, sin embargo, a diferencia de ella, el Museo estaba completamente inserto en la estructura gubernamental. Los llamados de Arrubla para modernizarlo y desarrollar su función investigativa fueron desoídos, privilegiando el régimen liberal los loci de las nacientes arqueología y antropología modernas. No obstante, Arrubla pudo contribuir al incremento de la colección de piezas prehispánicas de la institución que administraba. El salón de los aborígenes del Museo en su sede del edificio Pedro A. López contó con nuevas piezas resultantes de donaciones y compras, entre las cuales se destacó aquella del conjunto de objetos en oro y tumbaga que había pertenecido a José Tomás Henao. Además, Arrubla se basó sobre las colecciones del Museo Nacional para dictar las numerosas conferencias sobre temáticas históricas y “prehistóricas” que presentó a públicos de obreros, estudiantes y funcionarios a lo largo de los años.

Óleo sobre tela (119 x 109 cm), 1943
La obra historiográfica de Gerardo Arrubla no fue particularmente original, por ser de tipo divulgativo. Tampoco fue uno de los pioneros de la arqueología nacional, disciplina que no lo cuenta entre sus precursores. Sin embargo, tal como lo evidencia el presente artículo con la restitución de fuentes primarias hasta ahora ignoradas, Arrubla fue un importante actor en el desarrollo de la institución museal en Colombia y desempeñó un papel destacable en la institución de la preocupación estatal por las temáticas arqueológicas. Anacrónica y forzadamente, podríamos considerarlo como el mayor exponente de la historia pública de su tiempo. Durante su trayectoria profesional buscó la divulgación de la historia nacional –que desde su perspectiva incluía a los pueblos prehispánicos– y la protección de los monumentos evocativos de dicha historia.
Durante las primeras décadas del siglo xx, la enorme difusión de sus manuales, sus tareas en el Museo Nacional y sus actividades para la protección del patrimonio arqueológico en el ámbito estatal hicieron de Arrubla una figura relevante en la construcción de un relato histórico nacional que comenzaba, muy gradualmente, a incluir más actores que los solos hombres blancos de la élite. Actualmente es recordado sobre todo por la escritura de la Historia y el Compendio. Sin embargo, en el presente artículo hemos podido constatar que sus intereses trascendían la rememoración de los héroes de la independencia. Su inclinación por las temáticas prehispánicas impactó en sus labores de escritura histórica, sus acciones como funcionario gubernamental y sus prácticas de coleccionismo a la cabeza del Museo Nacional. Gerardo Arrubla fue más que simplemente el Arrubla del Henao y Arrubla, también fue el Arrubla del Museo Nacional y el Arrubla interesado por las antigüedades indígenas que comenzaban a considerarse patrimonio de los colombianos.
Además, su trayectoria profesional evidencia cómo el Estado no funcionaba como una entidad monolítica con finalidades unívocas. Diferentes actores, insertos en variadas instancias gubernamentales y privadas, tuvieron aspiraciones que no siempre fueron convergentes. Si, como creen algunos analistas, el objetivo principal de todos estos sujetos e instituciones hubiese sido la representación de la nación y, de manera concomitante, la inclusión en el relato histórico oficial de los pueblos prehispánicos, es probable que las solicitudes de Arrubla referidas al aumento de las colecciones arqueológicas del Museo Nacional hubiesen sido atendidas con mayor diligencia. En cambio, fueron desoídas y se privilegió el establecimiento del Museo Arqueológico y Etnográfico. Es decir, primaron las aspiraciones de consolidación disciplinar de las nacientes arqueología y etnografía. La carrera de Arrubla también atestigua que la agencia de los sujetos e instancias supuestamente imbuidos del poder del Estado y las élites ideológicas estaban fuertemente condicionadas y eran contingentes. La carencia de presupuestos y la divergencia de opiniones en el seno de corporaciones como la Academia de Historia, entre otros muchos factores, potenciaron, afectaron e impidieron en ocasiones la realización de los proyectos relacionados con las antigüedades indígenas. El caso de Arrubla y su gestión en el Museo Nacional de Colombia demuestra que los procesos históricos de funcionamiento de las instituciones museales y la conformación de sus colecciones, así como aquellos de vinculación de sus actores con otras instancias oficiales, fueron mucho más complejos de lo que cierta historiografía pareciera indicar.
Resumen : Este artículo presenta una de las facetas de las actividades de Gerardo Arrubla (1872-1946) cuando dirigió el Museo Nacional de Colombia (1922-1924, 1926-1946) : aquella relacionada con la colección y protección de lo que hoy en día se denominaría patrimonio arqueológico. El texto se divide en tres secciones. En la primera parte se evocan sus solicitudes al Gobierno para incrementar la colección arqueológica y obtener los recursos para poder estudiarla científicamente ; además se presenta cómo estos reclamos fueron desoídos y, en cambio, fue instaurado un nuevo museo dedicado a estas temáticas. En el segundo acápite se muestra cómo, a pesar de lo anterior, Arrubla pudo incrementar las colecciones arqueológicas del Museo Nacional, institución donde además desarrolló actividades pedagógicas sobre el tema. Por último, en la tercera sección se presentan las acciones de Arrubla encaminadas a la protección de las antigüedades indígenas en ámbitos diferentes al Museo Nacional. Arrubla desempeñó un papel destacable en la institución de la preocupación estatal por las temáticas arqueológicas. La enorme difusión de sus manuales, sus tareas en el Museo Nacional y sus actividades para la protección del patrimonio arqueológico en el ámbito estatal hicieron de Arrubla una figura relevante en la construcción de un relato histórico nacional que comenzaba, muy gradualmente, a incluir más actores que los hombres blancos de la élite.
Acervos documentales
Archivo Histórico del Museo Nacional de Colombia (ahmnc)
Archivo General de la Nación (agn)
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