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International Encyclopaedia
of the Histories of Anthropology

Antropologías y construcciones nacionales en Cuba y Haití (1930-1970)

Kali Argyriadis

IRD, Université Paris Diderot, URMIS

Maud Laëthier

IRD, Université Paris Diderot, URMIS

2020
To cite this article

Argyriadis, Kali & Maud Laëthier, 2020. “Antropologías y construcciones nacionales en Cuba y Haití (1930-1970)”, in BEROSE International Encyclopaedia of the Histories of Anthropology, Paris.

URL BEROSE: article2065.html

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Published as part of the research theme «Anthropologies and Nation Building from Cuba and Haiti (1930-1990)», directed by Kali Argyriadis (IRD, Université Paris-Diderot, URMIS) and Maud Laëthier (IRD, Université Paris-Diderot, URMIS).

Este artículo programático esboza los lineamientos de una historia comparada de la antropología social y cultural de Cuba y de Haití y se interesa por el papel que desempeñó la disciplina en la construcción de las identidades culturales nacionales de ambos países [1]. Si bien el siglo XIX y las primeras décadas del XX han sido ya objeto de valiosos análisis (que presentamos aquí brevemente), el periodo de transición que se extiende desde los años 1930 hasta los años 1970, y ve la consolidación y la institucionalización de la disciplina, merece ser explorado en toda su complejidad. En particular, una puesta en perspectiva de los estudios producidos en y sobre Haití y Cuba, muy poco conocidos en su gran mayoría, permitiría aclarar los procesos variables de circulación de personas, de ideas, de paradigmas y de conceptos que determinaron juegos de influencias entre estas “antropologías nacionales” (Gerholm y Hannerz 1982) y las demás (americanas y europeas principalmente). De hecho, el periodo se caracteriza por los desplazamientos (a Francia, a Estados Unidos, a México) de numerosos intelectuales cubanos y haitianos comprometidos en la lucha contra sus respectivos gobiernos y, a partir de los años 1940, los de muchos intelectuales europeos hacia América, para quienes Haití y Cuba se convierten en campos privilegiados de estudios.

El objetivo es el de analizar el surgimiento de redes regionales y transnacionales científicas, políticas, literarias y artísticas a la vez, que apelan al antiimperialismo, el socialismo o el comunismo. Prestaremos especial atención a su papel en la difusión del saber antropológico en Cuba y en Haití, parte constitutiva del trabajo de redefinición de las identidades nacionales y, más allá, de las categorías de la alteridad en la región (inclusive en Estados Unidos). Entre la experiencia práctica (el “savoir-faire”) de la etnología y su difusión (o “faire savoir”) promovida por vías políticas, reflexionaremos también sobre el singular entrelazamiento del pensamiento etnológico y de la palabra política que caracteriza los contextos haitiano y cubano.

Salir de la raza, decir la nación

En las últimas décadas del siglo XIX surge en Haití y en Cuba una concepción del ser humano que se aleja paulatinamente de los enfoques centrados en la dimensión estrictamente física y se orienta hacia un acercamiento que reintegra a la historia y la lingüística en el análisis de las relaciones sociales. Este camino, común entonces a otros contextos y complementado por los recientes aportes de la sociología, de la psicología, de la arqueología y de la etnografía africanista, orienta una reflexión antropológica que, en sus diversas formas, va a desempeñar un papel considerable en la elaboración de las identidades nacionales haitiana y cubana. Polígrafa y comprometida, dicha reflexión se constituye en “cultura antropológica” específica (Krotz 1993: 10).

En el contexto haitiano, este pensamiento se construyó primero en contra de la campaña de descualificación sufrida por la “República negra”. Aunque Haití era independiente desde 1804, las grandes potencias coloniales ponían constantemente su soberanía en tela de juicio (Joseph 2017). Como evidencia la producción intelectual que caracteriza el país en los años 1880, enunciar una dignidad racial equivale a un desafío político. Louis-Joseph Janvier (1884), Anténor Firmin (1885), Duverneau Trouillot (1885) o Hannibal Price (1900), por citar a algunos, son figuras nacionales, ineludibles y emblemáticas de una palabra científica comprometida que pretende proclamar la legitimidad académica y política del pensamiento producido por un sujeto negro (Douailler 2018; Carrazana et al. 2020). En la misma época, Cuba se encuentra todavía bajo el régimen colonial español y se le dificulta salir de la esclavitud, que no será abolida sino en 1886. Sin embargo, con las luchas armadas independentistas e abolicionistas como telón de fondo, este periodo también constituye un momento fundacional. Si bien los trabajos desarrollados en la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba (fundada en 1877) se concentran sobre la cuestión de las razas con objetivo declarado de “blanquear” la población para evitar su supuesta degeneración, algunos autores enfatizan (por el contrario) los riesgos de disolución política e identitaria que implica esta postura. Adelantados a su tiempo, plantean la cuestión nacional y, con ella, la de la ciudadanía, concibiéndolas como “más allá” de la raza [2]. El representante más ilustre de dicha corriente es José Martí, con célebres ensayos como Nuestra América (1891) o Mi raza (1893): sin embargo, sus llamados quedan, en cierta medida, en el vacío [3].

En Haití, el pensamiento antropológico que recorre el “largo siglo XIX” (Hector y Casimir 2004), desde las luchas revolucionarias iniciadas en 1790 hasta la ocupación norteamericana de 1915, también funda su legitimidad política en la articulación de la “cuestión racial” con la “cuestión social”. De hecho, el siglo siguiente empieza con una valorización progresiva de la cultura del “pueblo” – los descendientes de esclavos africanos, que representan la mayor parte de la población y viven en “el país de afuera” (pays en dehors), es decir en el mundo rural y en los suburbios de Puerto Príncipe. En las primeras décadas del siglo XX, desmarcándose de una “élite” moldeada a partir del modelo civilizatorio europeo, algunos pensadores de la minoría culta portadora del pensamiento político e intelectual y, con él, del nuevo imaginario nacional, descubren, se involucran e instituyen paulatinamente un patrimonio etnológico considerado como contenido en la cultura misma de este pueblo: “enfrentándose valientemente contra la obra de etnomorfosis llevada a cabo durante décadas, como nuevos constructores de conciencia, van a intentar modelarnos una nueva alma nacional” (Oriol et al. 1952: 18). En los años 1920, la dignidad nacional que se reivindica no se expresa tanto como “dignidad racial” sino como esta “cultura”, garante de “autenticidad”. Jean Price-Mars (1919, 1928, 1929) es la figura más conocida de este llamado movimiento “folklórico” al que impulsa e influencia durante mucho tiempo [4].

Emancipada de España en 1898, Cuba entra por su parte en un régimen de semi-protectorado, caracterizado por varias intervenciones militares por parte de Estados Unidos. La “dignidad racial” pensada para dar cuerpo a una dignidad nacional parece entonces definitivamente obsesionada por el blanqueamiento. En una dinámica de “contra sí” (James Figarola 1972, 2001; Prieto Samsónov 2015) heredada del pasado colonial, las nuevas élites propician una política migratoria favorable a los europeos, campañas de “desafricanización” de la población y la masacre de los insurrectos del Partido Independiente de Color (1912). Sus acciones son fortalecidas y legitimadas por el desarrollo de una antropología criminal que evoluciona hacia una versión cubana de eugenesia: la homicultura [5]. Sin embargo, a partir de los años 1920, otra corriente se impone paulatinamente en el campo antropológico y, luego, más propiamente etnológico, alrededor de la Sociedad de Folklore Cubano y de sus fundadores (Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring, José María Chacón y Calvo). Al igual que en Haití, en constante interacción con lo político y ante una “obra de etnomorfosis” similar, esta corriente se interesa particularmente por las prácticas y saberes populares y pretende defender una dignidad cultural pensada para reconstruir un imaginario nacional (Archivos del Folklore Cubano 1924). El interés por las tradiciones orales y las prácticas religiosas y musicales de origen africano, hasta entonces fuertemente discriminadas, constituye el núcleo de su compromiso, en estrecha colaboración con el naciente movimiento afrocubanista iniciado a finales de la década, entre cuyos protagonistas se destacarían entonces el musicólogo Alejo Carpentier, entre otros (1933; 1946; ver también Rodríguez Beltrán 2012), y el poeta Nicolás Guillén, con su poesía “mulata” (1930; 1931).

Tanto en Haití como en Cuba, este interés “se articula con una perspectiva que busca integrar todos los componentes originarios de la población en el seno de la nación política” (Byron et al. 2020: 279). Lo influencian también movimientos como el primitivismo, el “arte negro”, el Renacimiento de Harlem y más tarde el surrealismo, estableciendo lazos estrechos y profundos entre sus principales actores (Célius 2005b; Moore 1997; Argyriadis 2006). La perspectiva comparativa, inspirada, entre otros, por los principales autores de las corrientes difusionistas que “asocian al hombre con su cultura, con una civilización, y ya no solamente con su naturaleza y su raza” (Laurière 2015: 19) y de la morfología cultural (Mancini 1999), anima tanto a Fernando Ortiz como a Jean Price-Mars, que procuran a la vez captar el “alma” específica de su pueblo, formada por múltiples aportes culturales, y ubicar sus puntos comunes en el Caribe o, más allá, en las Américas.

Folklore y nacionalismo

Sin embargo, en los años siguientes en Haití, son varias las voces que quieren definir el valor intelectual, político (con Jacques Roumain en particular), estético (con Philippe Thoby-Marcellin) y social (con el llamado grupo de Les Griots) de la “autenticidad”, y no siempre concuerdan entre sí. En el marco de las luchas antiimperialistas que se intensifican entonces, el involucramiento en una nueva identidad cultural nacional opera junto con la renovación del pensamiento nacionalista, que divide a los autores implicados. Al llegar a su fin la ocupación del país por parte de Estados Unidos (1915-1934), el desarrollo de una reflexión sobre sí mismo, nacida del movimiento llamado “indigenista”, se nutre tanto de las ideas difundidas por nuevas orientaciones políticas socialistas (Charlier 1934; Roumain 1934; Beaulieu 1942), como de las de la École des Griots (y la revista del mismo nombre con Carl Brouard, Lorimer Denis y François Duvalier entre 1938 y 1940) que destacan la singularidad de la “raza haitiana”, o también de las que se relacionan con el temor que otros sienten ante el entusiasmo suscitado por “las Áfricas de Haití” [6]. En este contexto, la mirada sobre sí mismo, que se encuentra en el corazón del proceso intelectual y político, articula y junta de manera duradera un proceso de identificación y de distanciamiento (Laëthier 2019). En un momento en el que el ejercicio del poder se asocia con luchas ideológicas combinadas con una instrumentalización de un código de color, la elaboración de un sentimiento nacional basado en esta mirada sobre sí mismo, que une y divide a la vez a los intelectuales, es precisamente una de las peculiaridades de la etnología haitiana. Aquí, a la inversa de lo que ocurre en otras partes, “el otro” es el mismo yo –la alteridad es alternativamente ipseidad e identidad– pero se expresa a veces por vías contradictorias.

En Cuba, en los años 1930, que inician con las luchas revolucionarias contra la dictadura de Gerardo Machado, la reflexión antropológica se concentra más que nunca en el campo “afrocubano”, alrededor de la figura de Fernando Ortiz, quien funda en 1936 la Sociedad de Estudios Afrocubanos. Pero también es sensible a la articulación de un enfoque sociológico de las relaciones de clases con una mirada centrada en la cuestión de la herencia cultural y que denuncia las desigualdades que la sustentan (Laëthier et al. 2020). Desemboca, en el inicio de la siguiente década, en lo que podría calificarse de “esperanza de etnogénesis”. Lo evidencia la fecunda noción de transculturación desarrollada por Fernando Ortiz en su obra mayor, Contrapunteo cubano del tabaco y el azucar (1940b), que constituye a la vez una herramienta conceptual para analizar el proceso de construcción de una identidad común nacida de los “contactos de civilizaciones”, y un verdadero proyecto político, un deseo de que las diversas formas de mezclas y de transformaciones que estos contactos engendraron desemboquen algún día, en el país como en el resto del mundo, en una “neoculturación” (Ortiz 1973 [1943]: 188; ver también 1940a). En contraposición al “contra sí”, al igual que en Haití, la antropología cubana se instituye entonces en sus diferentes modalidades en una antropología “en sí”, “para sí” y “para el Otro”; el abogar por una “común cubanidad” estará puesto sin cesar al servicio de la aspiración a una “común humanidad”.

En ambos contextos, y bajo distintas modalidades, las etnologías “de sí”, “para sí” y “para el Otro” quieren reafirmar una “identidad cultural nacional” que legitime y finalmente instituya a ciertos objetos (la raza, la nación, las prácticas religiosas, el folklore, el mundo rural) en “signos culturales”. En estos años cruciales para el desarrollo de la disciplina se destacan figuras singulares, textos precursores y debates originales, cuyo marco nacional de producción está hoy bien documentado. Más, también tuvieron influencia en el marco más amplio, regional e internacional, de los debates antropológicos. En esta perspectiva, los años 1940 constituyen un periodo bisagra, caracterizado primero por la Segunda Guerra Mundial y el desplazamiento de numerosos intelectuales europeos hacia América, en un momento en que varios pensadores cubanos y haitianos involucrados en la lucha contra sus respectivos gobiernos han encontrado refugio en el México del presidente Lázaro Cárdenas. También es la época cuando empiezan a consolidarse redes regionales –particularmente entre Haití y Cuba– e internacionales, que empezaron a tejerse en la década anterior y han sido poco estudiadas. Estas redes interamericanas a la vez científicas, políticas, literarias y artísticas apelan al antiimperialismo, al socialismo o al comunismo: todavía queda por explorar el considerable papel que desempeñaron tanto en la institucionalización del saber antropológico en Cuba y en Haití como en la redefinición de las identidades nacionales y de las categorías de la alteridad en toda la región, incluso en Estados Unidos [7]. En el “hacer” y el “decir” de aquellas etnologías que, aun partiendo de su carácter “nacional”, pretenden además aportar al debate científico internacional enfoques metodológicos y conceptuales “universalizables” , se mezclan así colecta folklórica, investigación etnológica y enfoque sociológico de las relaciones de clases, de las desigualdades y de los contextos políticos tumultuosos en los que se desarrollan.

Si bien los lazos e intercambios en el interior de las redes en las que se mueven los actores llegan así a nutrir una reflexión cuyo alcance rebasa las fronteras nacionales, el ímpetu etnológico que sacude a Cuba y Haití se inscribe en contextos nacionales que despiertan cada vez más el interés de investigadores extranjeros. A principio de los años 1940, mientras La Habana se convierte en sede de la segunda Conferencia Americana de las Comisiones Nacionales de Cooperación Intelectual en la cual, con la lucha antirracista como telón de fondo, coinciden grandes figuras de las ciencias sociales del Caribe y de América del Sur y del Norte, Puerto Príncipe a su vez se convierte en un punto de encuentro para intelectuales, miembros de redes científicas, artísticas, políticas y culturales internacionales. La “cultura nacional” despierta interés mucho más allá de las fronteras del país: etnólogos, artistas relacionados con el surrealismo, filósofos o pensadores de la negritud pero también, en particular, del “afrocubanismo”, se encuentran, y dan lugar a un cruce de saberes (Gobin y Laëthier 2018) [8].

Uno de los objetivos de nuestra investigación es la reconstrucción de dichas redes intelectuales, institucionales, políticas, en ocasiones militantes, nacionales e internacionales, así como el estudio de las trayectorias de algunas figuras que se construyen en la encrucijada de varios espacios geográficos, campos disciplinarios y esferas de acción (académica, política, artística, incluso religiosa). Así, en Haití, donde el desarrollo de una reflexión atenta a la configuración heterogénea de la sociedad y la elaboración de un saber etnológico disciplinario permanecen estrechamente relacionados con un discurso cívico y con la acción política, algunos autores –muy particularmente Jacques Roumain, quien entabla entonces sólidas relaciones con intelectuales cubanos– experimentan formas de escritura que sobrepasan los límites que la propia disciplina se imponía. En efecto, mientras el saber etnológico se institucionaliza en los años 1940 (Célius 2005a, 2005b) y se lleva a cabo un proceso de recualificación científica, cultural e identitaria de manifestaciones dignas de ser plenamente “haitianas”, en la escena nacional surgen discursos en los que se mezclan etnología y política (Byron 2014; Byron y Laëthier 2015). En la década siguiente en Cuba, Lydia Cabrera (1953, 1954) asocia enfoque comprensivo y “experimentación de formas estilísticas innovadoras […] en los confines de la literatura y de la etnografía” (Gobin 2020: 447) y contribuye a la instalación de las salas etnográficas del Palacio Nacional de Bellas Artes, suscitando el interés de antropólogos extranjeros (entre los cuales estuvieron Alfred Métraux y Pierre Verger) por el terreno afrocubano. Este caso emblemático coexiste con los de autores menos conocidos, como Juan Luis Martín (1930), Romulo Lachateñeré (1939), Jorge A. Vivó (1941) o Calixta Guiteras (1952), que también exploran diferentes estilos, métodos, combinaciones disciplinarias y terrenos extra-nacionales. La poligrafía de estos autores haitianos y cubanos, intensificada por el conocimiento afectivo de sus objetos de estudios, singulariza enfoques que siguen siendo poco analizados en esta perspectiva (Laëthier et al. 2020).

¿La etnología, garante de una identidad nacional?

Los años 1950 y 1960 marcan un giro político mayor para ambos países; el desarrollo de sus antropologías merece un análisis más pormenorizado pues, paradójicamente, reflejaría más una continuidad que una ruptura.

En Haití, a raíz de la institucionalización de la disciplina (con la fundación del Instituto de Etnología y de la Oficina de Etnología en 1941, a iniciativa de Jean Price-Mars y Jacques Roumain), se habían suscitado nuevos debates sobre el lugar que debía atribuirse a la idea racial. La atención hacia estos debates – y a los usos coyunturales del término “raza” en los discursos y las prácticas de la etnología haitiana – se reavivó en el contexto del fortalecimiento del “negrerismo” [noirisme] como ideología política nacional. En esta perspectiva, los años 1950 fungen como un período bisagra, cuyo interés reside en sus contradicciones; mientras el país surge como objeto de estudio más allá de las preocupaciones nacionales, en relación con la constitución de una red intelectual internacional, se refuerza una retórica de la “nación-raza” a la que se atribuye el valor intelectual y político de una “autenticidad” ya no tanto cultural, sino nacional [9]. Nuestros análisis pretenden interrogar el papel de esta formulación crucial en la constitución del saber etnológico en sus relaciones con la sociología introducida pocos años antes bajo la influencia de profesores norteamericanos [10] y en las relaciones internas de fuerza que fabrican su importancia epistemológica [11].

Con el establecimiento y la consolidación del régimen de François Duvalier (1957-1971), los años 1960 inauguran un periodo singular para la disciplina. En efecto, bajo la autoridad política e intelectual del autodeteminado “presidente etnólogo”, autor de varios textos sobre la identidad haitiana (coescritos con Lorimer Denis) y director honorario de la Oficina de Etnología hasta 1971, el lugar atribuido a la idea racial ya no divide tanto como en las décadas anteriores. Las pugnas giran esta vez alrededor del lugar que debe otorgarse al color de unos y otros (en la política, al interior de las élites, entre las élites y el pueblo). Si bien todos comparten el interés por la etnología –que sería susceptible de garantizar la especificidad de la identidad haitiana–, también aparecen discrepancias, incluso enfrentamientos (Piquion 1966, 1967; Price-Mars 1967) para explicar y comprender las diferencias sociales y culturales de aquellos que supuestamente representarían la “etnia haitiana” (Georges-Jacob 1941, 1946). Su análisis permitirá aclarar los engranajes y las implicaciones del nuevo espacio político y simbólico permitido por la autoevaluación etnológica. El estudio de la creciente influencia de la disciplina en otros campos –incluso en la enseñanza de otras ciencias sociales–, preludio a su duradera relación con la dictadura de Duvalier, aportará información sobre un periodo de la etnología –o, más ampliamente, de la historia de la sociedad haitiana– que permanece sin investigar (Byron y Laëthier 2015).

En Cuba, la antropología social y cultural, a pesar de algunos intentos de institucionalización [12] y de tímidas apariciones en la educación superior [13] no había alcanzado a consolidarse, en los años 50 – años sumamente convulsos, marcados por el enfrentamiento a la dictadura de Fulgencio Batista –, más allá de los esfuerzos y la gestión personal de sus promotores. Con la revolución de 1959, en continuidad con la visión orticiana, se crean centros de investigación y de difusión que se interesan por las prácticas vivas antes marginalizadas, llamadas “folklóricas”, con el objetivo de “hacerlas funcionar en la total integración de la nación” (Núñez González 2015). El Departamento de Folklore del Teatro Nacional de Cuba, fundado en 1959, capacita a toda una nueva generación de jóvenes investigadores – que publican en la revista Actas del Folklore –, en estrecha colaboración con los departamentos de danza, de teatro y de música (Roth 2016), insertados en la tradición afrocubanista [14]. El departamento desaparece en 1961, reemplazado por el Instituto de Etnología y Folklore, dirigido por el etnomusicólogo discípulo de Ortiz, Argeliers León, que se convertirá en el primer etnólogo cubano en pisar suelo africano: en 1964 realiza una misión etnológica en Ghana, Mali y Nigeria, y reúne objetos destinados a enriquecer un futuro museo etnográfico. En el propio año, y como estructura del propio instituto, con apoyo de la Unesco, se crea el Centro de Estudios Africanistas.

En el contexto de la guerra “fría” y mientras surgen nuevos movimientos de solidaridades internacionales (Tricontinental, panafricanismos, socialismos indígenas) que buscan proponer maneras diferentes de pensar a la humanidad, los investigadores cubanos se ven obligados a distanciarse de sus interlocutores caribeños y latinoamericanos y a involucrarse en otros espacios de intercambios ( países africanos recién independentizados, URSS y países del campo socialista esteuropeo). Muchos aspectos de este intenso período quedan por ser investigados, en particular (pero la lista no es exhaustiva) la renovación de las relaciones entre historia y antropología (Barcia 2014; Argyriadis 2020), la relación específica que se crea entonces entre etnografía, mundo de las artes y acción social (García Yero 2017; Menéndez 2019), o bien los intentos de refundación total de la disciplina que surgen a partir de los años 1970 (mediante la gran investigación abortada de Oscar Lewis o, más tarde, la movilización de los investigadores para la elaboración de un atlas etnográfico que siguiese, entre otros, el modelo soviético).

Éstas son algunas de las pistas de investigación a seguir acerca de las relaciones existentes entre un pensamiento antropológico y los procesos de construcción de identidades nacionales y culturales en los contextos haitiano y cubano. No pretenden agotar las vías posibles para adentrarse en situaciones de enunciación y períodos desigualmente documentados que están lejos de haber sido explorados en toda su complejidad. Pasamos ahora a las contribuciones que llegarán a enriquecer esta reflexión comparada en torno a estas antropologías nacionales con el análisis, a partir de los años 1930, de los engranajes, las orientaciones, los desafíos y las contradicciones de una disciplina que, más allá de los contextos nacionales en los que se inscribe, se define, en el caso de Cuba y Haití, por un marco compartido.

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[1Esta investigación se inscribe en el marco de la « Jeune équipe haïtienne associée à l’international » (JEHAI IRD / FE-Université d’État d’Haïti), L’ethnologie en Haïti: Écrire l’histoire de la discipline pour accompagner son renouveau (coordinado por J. Byron y M. Laëthier.) y de la JEAI (IRD / Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello / Instituto Cubano de Antropología), L’anthropologie sociale à Cuba. Reconstruire le passé pour cimenter le futur (coordinado por N. Núñez González y K. Argyriadis.). También se desarrolló en el seno del Laboratoire mixte internacional Mobilités, gouvernance et ressources dans le bassin méso-américain (LMI MESO). Dio lugar a diversas publicaciones y diferentes actividades llevadas a cabo por Kali Argyriadis, Jhon Picard Byron, Emma Gobin, Maud Laëthier y Niurka Núñez González, con el apoyo del IRD, de la URMIS y del CNRS. Citaremos en particular la obra Cuba-Haïti: Engager l’anthropologie. Anthologie critique et histoire comparée (1884-1959) (Argyriadis, Gobin, Laëthier, Núñez González y Byron 2020). El presente texto retoma parte de las pistas de investigación señaladas en la introducción de dicha obra. Véase también Núñez González, 2020. Artículo traducido por Isabelle Combès. Queremos agradecer a Niurka Núñez González por su revisión de la versión española de nuestro texto.

[2José Martí y Antonio Maceo coincidirán además, en esta época, con otros pensadores contemporáneos – haitiano como Anténor Firmin, puertorriqueños como Ramón Emeterio Betances o Eugenio María de Hostos, dominicanos como Gregorio Luperón o Francisco Henríquez y Carvajal – acerca de un proyecto de Confederación Antillana que una a los hombres y a las naciones más allá del fenotipo, del origen étnico y de las singularidades históricas y lingüísticas. Ver al respecto Firmin (1910), Estrade (1982), Fajardo et al. (2020).

[3Entre estos autores cubanos, y reflejando una gran variedad de opiniones, podemos citar en particular a Antonio Bachiller (1887), Rafael Serra (1907), así como Juan Gualberto Gómez (1890). Sobre el antirracismo y el anti-racialismo de José Martí (1893; 1895), ver también Ortiz (1942), Lamore (1986), Ibarra (2009: 123-124) y Estrade (2017 [1984]: 236-239).

[4Sobre la historia de las ideas y el desarrollo de la disciplina en esta época, deben mencionarse los trabajos de Célius (2005a, 2005b, 2014, 2018), de Charlier-Doucet (2005), de Ramsey (2011), así como de Byron (2014).

[5Ver al respecto Ortiz (1906), Roche Monteagudo (1908), Hernández Pérez (1910) y Castellanos (1916). Sobre estas corrientes de pensamiento, pueden consultarse también Beldarraín (2006), Argyriadis y Laëthier (2020).

[6Estos años siguen caracterizados por el interés suscitado por una “alteridad endógena” (étnica, social) que desemboca en el trabajo etnográfico sobre ciertas prácticas “del pueblo”, en particular las relacionadas con el vudú y la oralidad. Sin embargo, este interés, que también lleva a la institucionalización de la etnología y atrae tanto a intelectuales como a artistas extranjeros relacionados con el surrealismo o la negritud, se ve fuertemente cuestionado por parte de la élite, del poder y por la Iglesia, cuando se emprende una nueva campaña “anti-supersticiosa” (1939-1942).

[7Cabe subrayar al respecto que, en los años 1940, varios haitianos, cubanos y mexicanos van a completar su formación en etnología en Estados Unidos, gracias a becas otorgadas por fundaciones norteamericanas.

[8Podemos citar las estancias de Katherine Dunham (1935), Alfred Métraux (1940), Michel Leiris (1941), Harold Courlander (1942), Rayford Logan (1942), Dewitt Peters (1942), Nicolás Guillén (1942), Alejo Carpentier (1943), André Breton (1944), Léon Gontran Damas (1944), Aimé Césaire (1944), Jacques Maritain (1944), Roger Bastide (1944), Maya Deren (1944) y D. Peters (1944).

[9Cf. los textos de Lorimer Denis (1953) y aquellos que escribió junto con François Duvalier (1944, 1948, 1952).

[10Lo demuestra una investigación en curso sobre los archivos de Roland Devauges, miembro de la misión universitaria del Instituto Francés de Puerto Príncipe entre 1951 y 1955 y profesor de sociología y etnología (en el Instituto de Etnología, en la facultad de derecho y en la Escuela Normal Superior de Puerto Príncipe).

[11En el contexto haitiano, nos interesaremos por la importante figura de Emmanuel C. Paul (1949; 1956; 1959a; 1959b; 1962) en ese entonces.

[12Además de las sociedades fundadas por Fernando Ortiz, ya mencionadas, en 1937 se creó por decreto presidencial la Comisión Nacional de Arqueología, convertida en Junta Nacional de Arqueología y Etnología en 1942. En ese año, y hasta 1949, sería presidida por el propio Ortiz.

[13Ortiz impartió cursos de Etnografía Cubana en 1941-48 y 1950-51, en las Escuelas de Verano o en el Instituto Universitario de Investigaciones Científicas y Ampliación de Estudios, en la Universidad de La Habana.

[14Sin embargo, este período marca una ruptura muy nítida en el caso de Lydia Cabrera, quien se exilia en los Estados Unidos y solo vuelve a publicar a partir de los años 1970, retomando sus trabajos etnográficos de los años 1950, con el constante estímulo epistolar de Pierre Verger.