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International Encyclopaedia
of the Histories of Anthropology

Proto-etnógrafo, lingüista, abogado de los pueblos indígenas: Vida y obra del misionero Antonio Ruiz de Montoya

Graciela Chamorro

Universidade Federal da Grande Dourados, Brésil

2018
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Chamorro, Graciela, 2018. “Proto-etnógrafo, lingüista, abogado de los pueblos indígenas: Vida y obra del misionero Antonio Ruiz de Montoya”, in BEROSE International Encyclopaedia of the Histories of Anthropology, Paris.

URL BEROSE: article1482.html

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Published as part of the research theme «Anthropology of the South American Lowlands», directed by Isabelle Combès (IIFEA / CIHA, Santa Cruz de la Sierra / TEIAA Barcelona), Lorena Cordoba (CONICET, Buenos Aires / CIHA, Santa Cruz de la Sierra) and Diego Villar (CONICET, Buenos Aires / CIHA, Santa Cruz de la Sierra)

Actuación misionera

Antonio Ruiz de Montoya nació en Lima, Perú, el 13 de junio de 1585. Huérfano de madre a los cinco años y de padre a los ocho, fue entregado por sus tutores al educandario jesuita Real Colegio de San Martín, de Lima. Vivió su adolescencia y parte de la juventud “a la San Agustín”, “esclavo de vanidades y adorador de Venus”, como él mismo comentó años más tarde (Del Techo II, 1897, p. 214). En Córdoba (Argentina) incursionó en filosofía y teología, y fue ordenado sacerdote en 1612 en Santiago del Estero. Ese mismo año llegó al Paraguay como misionero y empezó a estudiar la lengua guaraní en Asunción, junto con otros jesuitas como Diego González Holguín, rector del colegio jesuítico en Asunción (1610-1613) (Melià, 2002, p. x).

Retrato de Antonio Ruiz de Montoya
Fragmento de la pintura que se encuentra en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya de Lima, Perú ; Fuente: Melià, 2016, p. 122.

Ya en la reducción de Loreto, junto al río Paranapanema, durante el año de 1612 comenzó a profundizar el conocimiento adquirido con la ayuda de los habitantes de la región. Sobre eso, escribió más tarde: “Quedéme en aquel pueblo algunos días [...] y con el uso continuo del hablar y oír la lengua, vine a alcanzar facilidad en ella” (Ruiz de Montoya, 1989, p. 63).

Reducciones de San Ignacio de Ipaumbucu y Loreto del Pirapó, según Luis de Céspedes Xeria. 1629
University of Texas in Austin. Colección Manuel Gondra.MG 574. Loreto del Pirapó, 29 de enero de 1629.
Localización de las reducciones de San Ignacio y Loreto en el Guairá
Fuente: Rouillon, 1997, p. 194.

Hay que recordar que el inicio del trabajo misionero de Montoya coincide con la promulgación de las Ordenanzas de Alfaro, el 11 de octubre de 1611. Las Ordenanzas procuraban poner orden en la institución de las encomiendas y evitar abusos contra los indígenas. La actuación de los jesuitas en Paraguay fue solicitada cuando las encomiendas pasaban por su peor fase y los indígenas eran objeto de todo tipo de abusos, motivo por el cual muchos resistían a su integración al sistema. No sólo trabajaban durante los meses contratados sino años continuados y, muchas veces, incluso hasta morir. En ese contexto, el entonces gobernador del Paraguay, Hernando Arias de Saavedra, “propuso el envío de misioneros que redujeran a los salvajes por la predicación religiosa” (Garay, 1942, p. 55-56). Los jesuitas que llegaron al Paraguay asumieron abiertamente una posición contraria a la intención del gobierno y se convirtieron en baluartes contra la esclavización de los indígenas, utilizando para ello las Cédulas y Ordenanzas Reales.

Las Ordenanzas de Alfaro entregaron a los jesuitas de las recién fundadas reducciones la tarea de civilizar y controlar los pueblos indios, y proteger la población indígena contra los malos tratos de sus encomenderos (Rouillon, 1997, p. 59). De modo que, cuando Montoya llegó al Guairá, reinaba una gran insatisfacción en Ciudad Real y hostilidad contra los ignacianos. Tuvo que actuar con diplomacia y, según sus biógrafos, logró de sus vecinos la promesa que no secuestrarían más indígenas y que restituirían los perjuicios causados por las malocas [cacería de esclavos]. El misionero aprovechó ese tiempo de “paz” para proseguir su aprendizaje de la lengua guaraní y perfeccionar sus obras con la ayuda de uno de sus vecinos de Ciudad Real, nada menos que el “gran lenguaraz” que ya había asesorado al franciscano fray Luis Bolaños en la traducción del primer catecismo en guaraní. Se trataba del capitán Bartolomé Escobar, que entonces lo acompañó a Loreto (Lozano II, 1754-1755, p. 624). Su desempeño en la nueva lengua mereció nota, en carta de 7 de agosto de 1613, del padre Maseta al Provincial: “El Padre Martín Javier y el Padre Antonio son unos Demóstenes en la lengua; predican, confiesan, catequizan” (Lozano II, 1754-1755, p. 624).

En 1615, el progreso que Montoya y los jesuitas del Guairá habían alcanzado en el conocimiento de la lengua es nuevamente motivo de una nota en las cartas oficiales a los jerarcas de la orden: “Hemos puesto este año mucho cuidado en la lengua procurando hallar nuevos vocablos por medio de unos indios, y así la vamos muy bien desentrañando” (Cartas Anuas II, 1927-1929, p. 36). En el año siguiente, el padre Cataldino escribía al Provincial Pedro de Oñate con la nueva de que “el Padre Antonio ha hecho un arte y vocabulario en la lengua guaraní” (Cartas Anuas II, 1927-1929, p. 97). Pese a la buena voluntad para publicar esas obras, la obra de Montoya permaneció en forma de manuscrito por lo menos 23 años.

Pero la “paz” no fue duradera. Crecieron las diferencias existentes entre la Compañía de Jesús, las autoridades temporales y el clero local. Mientras éste no quería perturbar la conciencia de los encomenderos, los jesuitas hacían de las Ordenanzas de Alfaro el amparo legal para su actuación entre los indígenas y para el fortalecimiento de las reducciones como pueblos diferentes de los demás en su composición humana y en su administración. Lo que los ideólogos de las reducciones no imaginaron es que esos lugares facilitarían el tráfico de indígenas, pues, cuando los grupos guaraníes monteses empezaron a escasear las reducciones se tornaron muy vulnerables a las malocas. Entonces los jesuitas se percataron del efecto intimidador de las armas de fuego y empezaron a pleitear el derecho de su tenencia por los indígenas. Entre tanto, una de las tácticas de lucha a su alcance fue negarles la confesión a quienes apoyaban a nivel local la esclavización de los pueblos indígenas (Cartas Anuas II, 1927-1929, p. 307).

Además de convivir con el caos causado por las malocas, los jesuitas también eran testigos de la esclavización de los indígenas en los yerbales y empezaron a incentivar su denuncia. Montoya escribió que muchos indios morían “bajo el peso de sus cargas” y que otros se despeñaban “con el peso por horribles barrancas”, siendo hallados “en aquella profundidad echando hiel por la boca”.

Pero la militancia de Montoya en dos frentes no aplacó la desconfianza de muchos líderes indígenas respecto de las novedades introducidas por el misionero. Esos indígenas enfrentaron a sus “protectores” y “civilizadores” en verdaderos duelos religiosos e incentivaron sus vasallos a retornar a las antiguas costumbres, desplazadas por las novedades introducidas por los misioneros, a apropiarse de lo nuevo y a huir de las reducciones en pos de su libertad. Los actos de resistencia fueron preferentemente dirigidos contra los indígenas reducidos y contra los jesuitas.

Hubo líderes que, presionados por los ataques, acabaron de hecho refugiándose en las reducciones. Para otros, sin embargo, aparentemente no había nada comparable a la vida libre en la selva y se pronunciaban contra esos refugios que las reducciones pretendían ser. Para el líder Potirava, por ejemplo, la reducción era contraria a la naturaleza indígena de andar por valles y selvas. Organizó pues una verdadera conjura contra los jefes de las reducciones. Como otros, llegó a intuir que en las reducciones acabaría “amansado”, desarraigado de su ecología nativa, y que la reducción le cerraría los caminos para la tierra libre. En varios documentos se hace referencia a indígenas que abandonaron las reducciones, volviendo a esparcirse por los montes (Cortesão II, 1952, p. 55, 102, 105, 193, 204, 206, 292). Los ignacianos registraron de hecho numerosos discursos anticoloniales y antimisioneros de indígenas que se levantaron contra la obra misionera jesuítica. Así, Juan Cuará aparece evaluando las novedades culturales a las cuales estaban expuestos en las reducciones y propagando que los misioneros eran enemigos jurados de los indios, que la sal del bautismo era un veneno y el aceite del crisma una mancha, que la confesión era una forma que el misionero tenía de enterarse de la vida ajena y que la monogamia era para evitar que los pueblos indígenas se propagaran, volviéndose así más vulnerables frente a la dominación. La familia fue, sin duda, una de las instituciones en la cual se trabó la batalla entre lo antiguo y lo nuevo: por un lado, la conversión cristiana fue encarada por los jesuitas primordialmente como aceptación del matrimonio monogámico; por otro lado, los indígenas presentían que la monogamia era una estrategia para debilitarlos, y amenazar la base de su organización social. Así, por ejemplo, Miguel de Atiguaje criticó el nuevo orden familiar impuesto por los misioneros y anticipó las implicaciones sociales y psicológicas de la monogamia impuesta a sus parientes.

Los indígenas descontentos contradecían el mensaje cristiano también a través de la parodia. Fingían ser sacerdotes, consagraban la eucaristía y oficiaban muchas otras ceremonias: parodiaban las prédicas, los gestos de los sacerdotes y la jerarquía eclesiástica. Sacaban, en una palabra, ventaja de los nuevos símbolos: se autoproclamaban Dios, sumos sacerdotes o papas y nombraban a otros hechiceros como obispos suyos quienes, en consecuencia, elegían a sus vicarios (Cartas Anuas II, 1927-1929, p. 364-365). Sirva como ejemplo Miguel de Atiguaje: “ponía sobre la mesa algunas telas y encima de éstas una torta de yuca y un vaso, muy pintado, con vino de maíz y, hablando entre dientes, hacía muchas ceremonias, mostraba la torta y el vino a la manera de los sacerdotes y, por fin, comía y bebía todo. Así, sus vasallos le veneraban como si fuera sacerdote” (Ruiz de Montoya, 1985, p. 57).

Entre 1629 y 1630, muchas reducciones habían caído en manos de los bandeirantes, los cazadores de esclavos de Brasil. Con aquellas que permanecían bajo su control, los jesuitas decidieron emprender un éxodo hacia el Medio Paraná, unos 1200 km al suroeste del frente misionero del Guairá. Montoya tuvo un papel capital en ese proceso. Coordinó la labor de miles de indígenas que llegaron a fabricar 700 balsas en las que embarcaron más de “12 mil almas”, con parte del mobiliario, de los pertrechos rituales, de la imaginería, de los implementos agrícolas e instrumentos musicales. Tuvo que ser astuto para escapar no sólo del ataque de los bandeirantes sino también de la furia de los españoles de la vecina Ciudad Real. Los primeros no se conformaban porque se sentían burlados al llegar a las despobladas reducciones; los segundos perdían su fuente de ingreso ya que solían robar indios de las reducciones y venderlos a los portugueses. Ambos enemigos intentaron detener a la multitud en su fuga (Cortesão I, 1951, p. 386). En ese tiempo de lucha real no es descabellado suponer que Montoya haya aprovechado la oportunidad para realizar su aspiración juvenil de convertirse en caballero; así, con tono aventurero, escribió en su crónica de la misión cómo, estando solo, consiguió derrumbar el cerco de un grupo de españoles armados de espada. En otra ocasión abrió la ropa a la altura del pecho para desafiar a un bandeirante a que, si se animaba, lo liquidase con la escopeta con que lo tenía apuntado (Ruiz de Montoya, 1892, p. 156).

A las peripecias del éxodo Montoya dedicó los capítulos XXXVIII y XXXIX de su Conquista Espiritual. Después de la hazaña, ya no le restaron dudas. Había que convencer al Rey de la monstruosidad de la destrucción causada por los bandeirantes y de la necesidad de permitir a los indígenas reducidos el uso de armas de fuego: “Es imposible se puedan (las reducciones) en adelante guardar y defender sin defensa de armas así de fuego como las demás que usan y ejercen los vasallos de Vuestra Majestad” (Cortesão I, 1951, p. 434). Montoya viajó a España para denunciar personalmente las afrentas a la integridad física de los grupos indígenas y pedir al Rey la concesión de armas de fuego para la defensa de los grupos guaraníes. El derecho al uso de armas de fuego fue otorgado a los indígenas, a través de Montoya, en 1644. Un lustro antes de recibir esa gracia de Su Majestad, el jesuita había conseguido publicar sus obras en guaraní y su crónica en castellano sobre la conquista espiritual en el Paraguay.

Carátula Conquista Espiritual
Fuente: Foto de la autora.

La diversidad de poblaciones y lenguas que existía en los frentes misioneros del antiguo Paraguay era un desafío para los misioneros. De modo que, en ese contexto heterogéneo, la misión también consistía de cierta forma en una homogeneización, una simplificación de la diversidad lingüística, cultural y antropológica (Freitas 2013). Así, sobre los distintos pueblos reducidos en Chiquitos, que al fin y al cabo pertenecían a las misiones de Paraguay, consta que “se ha procurado que todos los indios aprendan la lengua de los Chiquitos” (Fernández 1726, p. 45).

A inicios de la década de 1630, el misionero jesuita Diego Ferrer clasifica los pueblos que encuentran en la región en dos grandes grupos: los que hablaban guaraní y los gualachos (Ferrer, 1952 [1633], p. 45), agrupando bajo ese nombre genérico “todas las naciones que no tienen por lengua propia la lengua guaraní” (ibidem, p. 45). Algunos de los gualachos de Ferrer (ibidem, p. 45- 47) eran grupos chaqueños de lengua arawak (constando en su lista los guaná, ancestros de los terenas y kinikinaus contemporáneos) y guaikurú (“bayas”, es decir mbayá). Otros “gualachos” vivían sobre el mismo río Paraguay, como los payaguás; otros más al este del río, agricultores (“labradores”), cuyo nombre no es especificado. Once años después, otro misionero jesuita, Francisco Lupercio Zurbano (apud Pastells 1912-1933, p. 126), listó en un catálogo diversas poblaciones indígenas que los ignacianos pretendían catequizar en el Itatín: los guacamas, guchitas y guatos; los nambiquaruco, characu, quiriquichi, doii, curmani; los goñi, cocone, aygua, guaquichi, tata, guetual, guinchum, cureche, ciyu, charare y guayarapos. Las lenguas de la familia lingüística gualacho-arawak eran habladas por los guanás, los ñuguaras, esclavos de los Itatines, y los “charare” o xarayes; las de la familia gualachos-guaikurú eran habladas por los mbayás, payaguás y guaxarapos; mientras que, por último, los guatós hablaban una lengua macro-jê.

Aporte lingüístico y actuación política

En primer lugar, hay que destacar que la gramática y los léxicos de Montoya fueron las primeras publicaciones de ese género escritos para la lengua guaraní y prácticamente las únicas disponibles en todo el tiempo colonial para quien quisiera aprender la lengua indígena (Melià, 1998, p. 375). Si bien se basan principalmente en la lengua hablada por los grupos del Guairá, Montoya no dejó de registrar las particularidades de la forma de hablar de grupos oriundos de otras regiones. Como Superior de los jesuitas pudo acceder al hablar y a la forma de ser de los grupos que fueron siendo incorporados a las reducciones del Medio Paraná, de los que se autodenominaban Tape, Paranagua y Uruguay, más al sur del Brasil, y de los Itatin, al norte del Paraguay y del área contigua en Brasil, hoy estado de Mato Grosso do Sul, profundizando en el conocimiento de sus lenguas.

Carátula Arte y Vocabulario de la lengua guaraní
Fuente: Foto de la autora.

“Tres cuerpos ofrezco impresos”, escribió el jesuita al dirigirse a los Padres Religiosos, en 1640. El primer tomo [cuerpo] era un Arte (A) y Vocabulario (V) de la lengua guaraní, el segundo era el Tesoro de la lengua guaraní (T), y el tercero el Catecismo de la lengua guaraní (C). En ellos ha quedado registrada la experiencia de diversos pueblos indígenas integrados a la colonia a través de las reducciones jesuíticas entre 1612 y 1637, en la región que se corresponde con los actuales estados brasileños de Paraná, Rio Grande do Sul, Mato Grosso do Sul y Oeste de São Paulo; a la hoy provincia argentina de Misiones; al Uruguay y al Oriente del Paraguay.

Carátula Tesoro de la lengua guaraní
Fuente: Foto de la autora.

El Vocabulario escrito por Montoya es una obra relativamente sencilla, que consiste en un listado de palabras y expresiones en español con su equivalente en guaraní. Conociendo el término o la expresión en la lengua de destino, la persona interesada en obtener más datos debe recurrir a continuación al Tesoro, donde son presentados la composición, los significados y usos de los términos y expresiones, como aclaró Montoya en su Advertencia 1 y 7 (V I: 4-5): “En este Vocabulario se ponen los vocablos simplemente. Para saber sus usos y modos de frases, se ha de ocurrir a la segunda parte [el Tesoro] (…) busco aquí Hombre, hallo que es Abá, buscaré Abá en la segunda parte, y allí hallaré lo que se dice del hombre”. En palabras de Melià (2002: XIII), “el Vocabulario es un instrumento para que el castellano pueda requerir su correspondencia en guaraní”.

Carátula Catecismo de la lengua guaraní
Fuente: Foto de la autora

Hallada esta correspondencia, está indicado el camino para llegar a la lengua como tal. De modo que “todo el Vocabulario lleva en dirección al Tesoro”. El guaraní es, en última instancia, la lengua de destino de estos léxicos. Además de las obras mencionadas, Montoya escribió varias cartas (Cortesão I, 1951) y redactó memoriales y peticiones (1639, 1640) (Cortesão I, 1951; Cortesão III, 1969).

Etimología y fraseología relativos en el Tesoro de la lengua guaraní
Recomposición gráfica Bartomeu Melià. Fuente: Melià, 2003 p. 245.

Sus escritos son, así, de cuño lingüístico, catequético, histórico y político. Sus últimos años los dedicó a la mística.

Página manuscrita del Sílex
Fuente: Rouillon, 1997, p. 341.

En el Sílex del divino amor, de publicación póstuma ([1650] 1991), Montoya deja por ejemplo que los ríos y sus desbordes le hablen de la vida interior: flores y pájaros le enseñan a orar y un indígena guaraní le enseña a vivir en Dios, que está en todo lugar. Era Ignacio, apellidado Paraycí en la obra de Jarque [1662], 1900).

Carátula de Apología en defensa e la doutrina cristiana
Fuente: Foto de la autora.

Con su opúsculo Apología en defensa de la doctrina cristiana escrita en lengua guaraní ([1651] 1996), en el que polemiza apasionadamente con quienes en el Paraguay censuraban el Catecismo escrito en guaraní, el anciano misionero cerró su trayectoria en el campo de las letras. Reafirmó su aprecio por la lengua guaraní y la propiedad de sus traducciones. Murió en Lima, Perú, el 11 de abril de 1652.

Página manuscrita de Apología en defensa e la doutrina cristiana
Fuente: Melià, 2003, p. 259.

Su militancia a favor del derecho de los pueblos indígenas evoca el coraje de Bartolomé de las Casas (1474-1566) en Mesoamérica, de Huamán Poma de Ayala (1534-1615) en el Altiplano y de Antonio Vieira (1608-1697) en el Brasil. Su obra lingüística lo aproxima a Bernardino de Sahagún (1499-1540) en México, y a José de Anchieta (1534-1597) en Brasil. Como Sahagún, al abogar que los indígenas eran civilizables y al enarbolar la ideología de que el cristianismo los haría más humanos, Montoya acabó registrando en su obra el modo de vida de los grupos guaraníes, y lo que en él debía ser suplantado, así como los cambios que en aquellos primeros tiempos de intenso contacto estaban siendo implementados. Igual que Anchieta, Montoya se tornó experto en la lengua indígena y maestro de varias generaciones. Pero se engañaría quien adjudicase a Montoya un heroísmo solitario. Los jesuitas que actuaron en el Paraguay tenían por orientación, desde el comienzo de su misión, conocer bien la lengua indígena elegida para ser la lengua de la misión y posicionarse, en base a las leyes existentes, a favor de los indígenas y por tanto contra los colonizadores. En esto último se distinguieron de sus compañeros en la América Portuguesa. En Brasil, los primeros ignacianos evangelizaron en el idioma indígena pero actuaron lado a lado con los colonizadores, seduciendo indígenas para los mismos (Ribeiro, 1998, p. 56). Actuaron no sólo como diplomáticos-pacificadores de indios sino también como ideólogos de la colonización: así, por ejemplo, el padre Manoel de Nóbrega elaboró para el Gobernador General Mem de Sá un plan inclemente de colonización basado en guerras de sometimiento y exterminio en 1558 (Ribeiro, 1998, p. 50). Y como esa política indigenista jesuítico-lusitana llevó a la destrucción de cerca de trescientas aldeas indígenas del litoral brasileño en el siglo XVI, el antropólogo Darcy Ribeiro (1998, p. 51, 54) considera a la primera generación de jesuitas en Brasil como uno de los principales actores del exterminio indígena. Según él, solamente después de algunas décadas “los jesuitas asumieron grandes riesgos en el resguardo y en la defensa de los indios” (Ribeiro, 1998, p. 55-56), principalmente en las regiones donde las misiones se implantaron con más éxito, sobre todo en el Amazonas (1998, p. 170).

En este cambio de actitud contó ciertamente la influencia de los jesuitas del Paraguay (Ribeiro, 1998, p. 54 s.) y, en tierras brasileñas, de una nueva generación de ignacianos, capaces de indignación moral, como Antônio Vieira (1608-1697). Entonces los jesuitas se levantaron contra quienes entendían la colonia como “molinos de gastar gente” e intentaron construir con esas mismas gentes otro tipo de sociedad, “diferente de aquélla que surgía en el área de colonización española y portuguesa”, una convivencia alternativa desde el punto de vista étnico, económico, social y religioso, “basada en la tradición solidaria de los grupos indígenas” (Ribeiro, 1998, p. 170). Al defender la “libertad” de los indígenas contra la reivindicación del “servicio personal” de los nativos por parte de los colonos, los jesuitas fueron así un elemento desestabilizador para la colonia en esta segunda fase de la misión. Aunque frecuentemente se los impute cierta hybris al servir a dos señores, Dios y el Rey, lo interesante es que cuando llegó la hora de decidirse entre la lealtad a la Corona o la lealtad a los grupos guaraníes optaron por quedarse del lado de los indígenas, pedir con ellos al Rey que reconsiderase su decisión y, finalmente resistir y morir juntos cuando la Guerra de los Siete Pueblos o Guerra Guaranítica [1] se volvió inevitable.

Aunque parezca absurdo asociar el impacto de la colonización espiritual y de la “protección” jesuítica con el hecho de que la figura de Kechuíta ocupa un lugar de honra en el mundo fantástico de los mbyá-guaraníes, no puede dejar de constatarse la presencia de ese personaje en la historia oral indígena. Valéria Soares de Assis e Ivori José Garlet (2002, pp. 4-6, 13) recogieron y analizaron tres relatos procedentes de grupos mbyás de Rio Grande do Sul entendiendo que el Kechuíta es una reelaboración del jesuita del periodo colonial. En los relatos este personaje asume las virtudes chamánicas de Kuaray, héroe civilizador común a los grupos indígenas guaraní-hablantes. Como él, el Kechuíta conoce el idioma y el sistema mbyá, bautiza las cosas y los lugares poniéndoles nombres en guaraní. Pero también mantiene las virtudes de colonizador y construye casas de piedra: las ruinas jesuíticas que, como los lugares con nombre en guaraní, los grupos mbyás consideran suyas. Habiendo alcanzado la plenitud, el Kechuíta deja las regiones habitadas por esos pueblos y consigue cruzar las grandes aguas en un botecito. Hoy día vive “del otro lado”, más allá del mar, aguardando por el pueblo mbyá.

Como Assis y Garlet, también Cadogan (1971, p. 89-91) y Schaden (1974, p. 172) registraron la presencia de los jesuitas y de su expulsión en el imaginario de comunidades mbyás de Paraguay y Brasil. Entre esos indígenas, el Kechuíta es un viejo líder religioso que ha partido hacia el Oriente, hacia yvyju porã, ‘la tierra buena resplandeciente’, donde aguarda pacientemente por ellos. La mitologización de los ignacianos, sin embargo, empezó a delinearse muy temprano y no se restringió a los indígenas. La presencia jesuítica no podía morir tan fácilmente, comenta Melià (1998, p. 408), quien en su artículo sobre el último jesuita del Paraguay menciona que, entre 1790-1792, la leyenda de un jesuita en el Paraguay corría en Europa, precisamente “en los salones y pasillos de la corte madrileña”. La leyenda es oriunda del Paraguay: cronistas de las décadas de 1780 y 1790 destacaron la actuación y longevidad de un jesuita que llegó a 112 o 114 años de edad en los montes del Paraguay (Melià, 1998, p. 408). En los primeros años del gobierno de Rodríguez de Francia, se propagó asimismo la leyenda de un jesuita excepcional, que se había quedado en el Paraguay y no se moría; según el viajero Johann Rengger (1835, p. 333-334), eran los grupos monteses del Amambay, Caaguá, los que se honraban en tener un jesuita por padre y consejero. El trasfondo histórico del mito es el episodio protagonizado por el P. Segismundo Aperger (o Sperger) (1678-1772), jesuita austríaco, “insigne médico y botánico y excelente en arte y mecánica”, que misionó en los pueblos guaraníes desde 1735. Efectivamente, fue el único jesuita a quien se le permitió quedarse en el Paraguay pues, anciano e inválido, no estaba en condiciones de iniciar el largo viaje del exilio (Melià, 1998, p. 405-409). Obsérvese, por fin, que la incorporación de Aperger en el imaginario guaraní no es el primer caso de transposición de las virtudes chamánicas o sacerdotales de un líder religioso sobre otro en la historia de la misión. Necker (1990), entre otros, se ha ocupado del tema entre chamanes guaraní y franciscanos y Jarque cuenta que Montoya era considerado por los grupos reducidos la reencarnación del famoso chamán Quaracytî, “Sol resplandeciente” (Jarque II, 1900, p. 291-292).

Conclusión

Las fuentes aquí estudiadas, como las otras obras lexicográficas producidas en el continente americano en la época inicial de la colonia, deben situarse en el contexto más general del avance de la escritura sobre la palabra. Aplicando a ello lo escrito por León Portilla (1997, p. 11), se diría que se trata del “proceso de aprisionar con signos escritos lo que anteriormente, a través de siglos, repetía el pueblo de viva voz”. Las obras de Montoya fueron escritas con la intención de “legitimar” la lengua hablada a través de la escritura, para “estabilizar” y “estandarizar” las muchas formas de hablar de los pueblos indígenas, para así facilitar el aprendizaje de las lenguas indígenas a los misioneros de la época y a los de las futuras generaciones. Pero en esas obras también quedaron sedimentadas no sólo las formas nativas de hablar y de nombrar sino también la cultura y la visión de mundo de generaciones de indígenas y de misioneros.

La obra de Antonio Ruiz de Montoya muestra una serie de elementos que, en rigor, ni él ni sus compañeros necesitaban conocer para realizar su misión. Los registra porque estaba interesado no sólo en lo que él mismo quería decir en guaraní, sino también en lo que los indígenas le decían: quería mostrar también la complejidad de sus expresiones culturales, como prueba definitiva de su civilización.

Resumen

Cupo a los jesuitas del antiguo Paraguay la tarea de reducir poblaciones indígenas a pueblos organizados conforme con las pautas culturales imperantes en España y las orientaciones de la nueva orden religiosa fundada por San Ignacio de Loyola. Uno de los temas más pertinentes entonces era la comunicación entre misioneros y misionados. La región abarcada era extensa y la complejidad lingüística un desafío inmenso. Los ignacianos optaron por elegir una lengua y hacerse doctos en ella. El resultado fue la simplificación lingüística en la zona misionera y un vasto registro de la lengua adoptada como vehículo oficial de la misión y colonización en el antiguo Paraguay. En esta misión se destacó el jesuita peruano Antonio Ruiz de Montoya, en cuyas obras se quedaron plasmados importantes aspectos de la lengua y de las prácticas culturales de los pueblos indígenas, así como también de la misión de los jesuitas y de la sociedad colonial en general.

Résumé :

Il revient aux jésuites du Paraguay colonial de “réduire” les populations indigènes en des peuples organisés selon le modèle culturel en vigueur en Espagne et les orientations du nouvel ordre religieux fondé par Ignace de Loyola. La communication entre les missionnaires et les évangélisés devient une question cruciale. La région couverte étant très étendue, la complexité linguistique représente un immense défi. Les ignaciens choisissent une langue, le guarani, et en passent maîtres. Il en résulte une simplification linguistique dans la zone missionnaire et un enregistrement minutieux de la langue adoptée comme langue véhiculaire pour l’évangélisation et la colonisation au Paraguay. Au sein de la mission, un jésuite péruvien, Antonio Ruiz de Montoya, se distingue par ses écrits qui consignent des aspects essentiels du guarani et des pratiques culturelles des peuples indigènes (prouvant qu’il s’agit bien de peuples civilisés), mais aussi de l’histoire de la mission des jésuites et de la société coloniale en générale – les relations étant tendues entre jésuites, clergé local et colons. Dans une période d’asservissement violent (esclavage, chasse) des indigènes, les jésuites, dont Montoya qui joue un rôle très actif, tentent de les protéger et de les soustraire aux exactions des colons espagnols. Pour autant, par la mise en place des réductions, ils perturbent profondément les cadres sociaux et culturels de la mosaïque de peuples concernés, rencontrant chez certains une résistance importante dont Montoya se fait l’écho dans ses écrits tandis qu’ils intègrent la mémoire mythique chez d’autres.

Referencias bibliográficas

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Cadogan, León. 1971. Yvyra ñe’ëry: fluye del árbol la palabra. Sugestiones para el estudio de la cultura guaraní. Asunción: CEADUC.

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[1El Tratado de Madrid (1750) había fijado que los pueblos misioneros de San Francisco de Borja, San Nicolás, San Miguel Arcángel, San Lorenzo Mártir, San Juan Bautista, San Luis Gonzaga y San Ángel Custodio –ubicados entonces en la región denominada por los españoles de Rio Grande de San Pedro, hoy Rio Grande do Sul, Brasil– pasarían de la América española a la América portuguesa, lo que no fue aceptado ni por los indígenas ni por sus misioneros. En consecuencia, se sucedieron de 1754 a 1756 varios enfrentamientos bélicos entre los indígenas moradores de esos siete pueblos y las tropas luso-españolas. Al conjunto de esos enfrentamientos se lo llama “guerra guaranítica” en el lado español y “guerra dos sete povos” del lado portugués.