No es mucho lo que conocemos acerca de Max Schmidt fuera de sus actividades profesionales ; es muy probable, de todos modos, que la vida de este abnegado sabio se resuma bien en sus trabajos etnológicos [1]. Su notable dedicación al trabajo parece haberlo mantenido al margen de las intrigas universitarias en Berlín, y por lo tanto de los escritos históricos generales sobre esa escuela antropológica, que por lo general apenas le dedican algunos comentarios fugaces. Tras su solitaria muerte en Asunción, algunas noticias necrológicas en revistas de antropología –en particular, fuera del mundo germano-parlante, la publicada por su amigo Herbert Baldus– compusieron un sencillo y repetido epitafio. Entre los breves escritos biográficos que existen hay dos que merecen una atención mayor : en primer lugar, un pequeño libro de Branislava Susnik que incluye una valiosa bibliografía crítica ; en segundo lugar, y ante todo, una noticia autobiográfica del propio Schmidt, escrita poco antes de su muerte para un artículo periodístico y publicada en portugués algunos años más tarde [2]. Al parecer poseía una personalidad retraída, y este documento constituye un rara avis en su obra ; de hecho, casi todos los datos que componen su biografía oficial proceden de estas páginas. Aquí seguiremos de cerca, entonces, el orden biográfico dictado por ese relato, demorándonos en el comentario de algunos eventos y ante todo en aquellas páginas de sus diarios de viaje que mejor nos permiten conocerlo. Pues su obra –compuesta por lo general de análisis puntuales o comparativos de determinados aspectos de la lengua, la cultura material o las tecnologías indígenas basados en sus propias observaciones de campo y en las colecciones del Museo de Berlín– incluye también cientos de páginas de relatos de viaje que, como veremos, muchas veces ganan un tono vívido y aun humorístico, y en los que por momentos se vislumbra claramente la silueta del autor.
1. La formación en Alemania
Hijo de un jurista protestante, Max Schmidt nació en Altona el 16 de diciembre de 1874. Comenzó a cursar la carrera de medicina, pero luego siguió los pasos paternos y estudió derecho y ciencias económicas en las universidades de Berlín, Tübingen y Kiel. Tras recibirse en leyes trabajó brevemente como funcionario en las cortes provinciales de Kiel y Blankanese hasta 1899, mientras preparaba una tesis sobre la razón jurídica en el derecho romano. No es difícil imaginar que su carácter tímido y melancólico –que describen sus amigos Hans Findeisen y Herbert Baldus–, así como el espíritu romántico y aventurero que conocemos por sus libros de viaje, se adaptaran mal a la burocracia de la administración pública europea [3]. Fue así que ese mismo año solicitó una licencia, comenzó a estudiar filosofía en Berlín y se inscribió como voluntario en el Museo de Etnología de la misma ciudad ; allí conoció a quien sería su gran maestro, el etnólogo Karl von den Steinen, quien comenzaría a inspirarlo con historias sobre el remoto, insospechado río Xingu del Brasil central.
1.1. Adolf Bastian y la tradición etnológica alemana
En las postrimerías del siglo XIX había en Berlín un cierto clima de efervescencia etnológica. Para comprender las ideas y las elecciones de Schmidt hay que decir algo sobre ese contexto académico, político y social. En mayor o menor medida, todas las escuelas que conformaron la antropología alemana hasta la Segunda Guerra Mundial abrevaban en un conjunto de nociones compartidas cuyo cimiento era la idea de Volksgeist (“alma del pueblo”), forjada progresivamente por una tradición filosófica que iba desde Hegel a Herder, según la cual cada grupo humano es producto de una historia particular y encarna una personalidad (o “alma”) también particular, que hace que valores, creencias, convenciones estéticas e idioma conformen un todo coherente que constituye el objeto último de la investigación. En principio, esto representaba una afirmación del relativismo cultural con profundas consecuencias metodológicas : las ciencias humanas debían interesarse por cada detalle de cada uno de los pueblos estudiados. Esta concepción de la diversidad cultural contrastaba notablemente con la prevaleciente en las principales academias europeas, donde el auge de la biología darwiniana condujo al desarrollo de teorías evolucionistas, que grosso modo percibían las diferencias culturales como escalas de desarrollo en la inexorable evolución de la humanidad. En abierta oposición a esta idea, a lo largo del siglo XIX pensadores alemanes o austriacos como Wilhelm von Humboldt, Leopold von Ranke, Wilhelm Dilthey, Friedrich Hebart o Adolf Bastian construyeron una epistemología para las ciencias humanas que se mantendría fiel a la máxima de Herder : la unidad de la especie humana sólo puede entenderse y estudiarse a través de su diversidad [4]. De esta epistemología debemos mencionar dos aspectos que encontraremos latentes en la obra de Schmidt : en primer lugar, la importancia del estudio de la lengua como herramienta privilegiada para acceder a las culturas ; en segundo lugar, el interés por las relaciones que existen entre esas culturas y el medioambiente [5].
Entre los grandes sabios que orbitaban en el horizonte de la etnología alemana a finales del siglo XIX, el que parece haber influido más profundamente en Schmidt es Adolf Bastian. Por un lado, porque fundó la escuela de pensamiento y algunas de las instituciones mismas en las cuales Schmidt se formaría ; pero, además, porque había sido el gran maestro de su propio maestro, Karl von den Steinen, a quien transmitió la pasión por las exploraciones etnográficas que luego Schmidt heredaría [6]. En sus escritos teóricos Bastian resolvía la vieja paradoja del pensamiento etnológico alemán (la unidad de la especie humana a través de la diversidad) proponiendo una unidad psicológica de la humanidad, según la cual ciertas “ideas elementales” (Elementargedanken) estaban presentes en todas las culturas bajo la forma de “ideas del pueblo” o “ideas folk” (Völkergedanken) ; es decir, manifestaciones mentales colectivas de sociedades concretas, que generalmente se cifraban en las creencias religiosas [7]. Fiedermutz-Laun resume bien el esquema :
“Las formas fundamentales de todos los fenómenos culturales, las ‘ideas elementales’, se manifiestan de forma análoga en diversos rincones del mundo, pero jamás en forma pura : no podemos deducirlas más que por abstracción, a partir de sus variaciones locales o ‘ideas folk’. Las ‘ideas elementales’ devienen ‘ideas folk’ por influencia de factores geográficos e históricos que actúan sobre ellas como estímulos. Bastian ha reunido estos estímulos en otras tantas ‘provincias geográficas’, unidades espaciales que abarcan el conjunto de los factores geográficos e históricos.” [8]
Ahora bien, la verdadera importancia de este esquema –al menos a la hora de sopesar la influencia de Bastian entre sus discípulos– no se encuentra tanto en sus capacidades explicativas como en sus supuestos sobre el objeto de estudio de la etnología y, fundamentalmente, su método de trabajo. Como el objeto de la etnología eran los contenidos mentales plasmados en todas las construcciones culturales (lingüísticas o materiales), todos los fenómenos culturales debían ser considerados ante todo como vehículos y expresiones de pensamiento cuyo significado era preciso desentrañar –lo que contribuye, sin dudas, a explicar los esfuerzos de sus discípulos americanistas por registrar escrupulosamente vocabularios y producciones lingüísticas indígenas. Bastian llegó a afirmar que alguna vez los etnólogos serían capaces de leer, en los objetos coleccionados en los museos, los modos de pensamiento de las culturas que los fabricaron. Esta afirmación demasiado optimista sería matizada por sus propios discípulos, que en el ínterin habían aprendido una importante lección en el campo : los únicos capaces de leer esos objetos eran los propios indígenas, y allí residía toda la importancia del trabajo etnológico [9].
Esta perspectiva de Bastian suponía a la vez una particular relación entre el pensamiento europeo y el indígena. Frente a las ideas evolucionistas, que en la misma época encontraban en las representaciones indígenas una muestra de su retraso cultural, la tesis de la “unidad psíquica” de la especie humana no implicaba únicamente la existencia de determinados contenidos compartidos por todas las sociedades (las “ideas elementales”), sino ante todo una continuidad lógica entre las sociedades tribales y las europeas. Bastian mantuvo la vieja distinción entre los Naturvölker (“pueblos naturales”) y los Kulturvölker (“pueblos culturales”), pero en su esquema el primer término implicaba algo muy diverso de la idea habitual de “salvaje” o “primitivo” : no designaba ya una suerte de estado de naturaleza sino apenas una existencia más aislada y una mayor simplicidad de las instituciones sociales ; los procesos a investigar –las “ideas sociales”– eran pues los mismos en ambos casos, pero esa investigación resultaba más sencilla entre los Naturvölker –cuyo estudio ofrecía ventajas similares a las de un experimento en un laboratorio [10].
Muy lejos de suponer una diferencia estática e insalvable entre estas categorías, Bastian era conciente de la fragilidad de esas culturas ante el avance colonial y la influencia europea, y esto iba a convertirlo en uno de los más activos promotores de la etnografía de salvataje : arengaba a sus discípulos a recorrer el mundo compilando objetos, mitos, creencias, gramáticas, descripciones de sistemas políticos o económicos antes de que la expansión colonial diluyera las diferencias culturales [11]. De modo que, en la mejor tradición humboldtiana, el trabajo de campo se convertía en la única forma válida de obtener conocimientos etnológicos, y el viaje por el mundo era mucho más importante que la erudición bibliográfica. Más que en cualquier formulación teórica, en esta lección reside tal vez el principal legado de Bastian : sólo eran válidas las investigaciones estrictamente inductivas, que basaban cada afirmación en evidencias empíricas. Como vemos, entonces, su esquema teórico era programático más que prescriptivo : apenas la justificación de una abnegada ciencia del hombre, estrictamente empírica, atenta a los más ínfimos detalles, llamada a registrar todos los aspectos de todas las culturas del orbe [12]. Las teorías y el hallazgo de leyes empíricas llegarían en una lejana segunda etapa, una vez que se pudiera recorrer y comparar cada eslabón de la historia y la diversidad cultural.
Bastian se ocupó de promover la fundación de las instituciones apropiadas para llevar adelante este ambicioso proyecto. A partir de la década de 1860 comenzaban a organizarse las grandes exhibiciones de materiales etnográficos en los primeros museos antropológicos germano-parlantes : Munich (1868), Leipzig (1869), Viena (1876), Hamburgo (1878). En este contexto favorable, Bastian contribuyó a la fundación del Museo Etnológico de Berlín en 1873 –que dirigiría desde 1886 hasta su muerte en 1905– y fundó la Sociedad Berlinesa de Antropología, Etnología y Prehistoria (Berliner Gesellschaft für Anthropologie, Ethnologie und Urgeschichte) en 1869, de la cual Schmidt sería miembro activo [13]. El Museo estaba dedicado a la conservación y el catálogo de la cultura material de todas las sociedades –legado que, como afirma Lowie, “por décadas fue el mayor emporio etnográfico del mundo” [14]. En todo caso fue allí donde la etnología berlinesa cobró vida institucional : dado que esta disciplina no sería integrada a la enseñanza universitaria hasta mucho más tarde, a instancias de Bastian el Museo se convirtió en el centro de la investigación etnológica alemana [15]. Además de la colección expuesta al público había una colección mucho más amplia, reservada a los investigadores, y allí harían sus primeras armas muchos de los más eminentes etnólogos : Franz Boas, Leo Frobenius, Paul Radin y por supuesto Max Schmidt, quien en 1919 llegaría a estar a cargo de la colección sudamericana destinada a la investigación.
Centradas en los flamantes museos y sociedades, las primeras generaciones de etnólogos que surgieron en Alemania durante la segunda mitad del siglo XIX formaban una suerte de contracultura intelectual que competía abiertamente con las viejas elites universitarias. Tanto por su extracción social –a menudo, como en el caso de Schmidt, burguesa y provinciana–, por su formación –que exaltaba el valor del conocimiento de campo en detrimento de la mera erudición bibliográfica–, como por su abierta desconfianza en la idea elitista de Kultur –la cultura clásica impugnada por la noción etnológica de culturas en plural–, los nuevos académicos suponían una grave alteración de las viejas estructuras. Si bien durante el cambio de siglo la etnología alemana había sido institucionalizada a través de los museos, y comenzaba a integrarse al status quo académico de las universidades, la carrera etnológica siguió apegada al programa de Bastian, que privilegiaba el conocimiento directo a través de los viajes –lo cual explica que Schmidt partiera hacia el Brasil apenas unos meses después de comenzar sus estudios en el Museo de Berlín [16].
Podemos preguntarnos si este auge de la etnología no guardaba relación –tal como ocurría en otras potencias europeas– con la expansión colonial. En efecto, en las últimas décadas del siglo XIX Berlín encarnaba la ambición de devenir capital de un imperio, y en este contexto nacieron las principales instituciones etnológicas de la ciudad. El Museo Etnológico de Berlín era, pues, un “Museo Real”, y por lo tanto respondía a los intereses del Estado. Este carácter suponía ciertos privilegios que sin dudas acrecentaron la riqueza de sus colecciones ; ante todo, el museo podía incorporar las piezas que quisiera de cualquier colección reunida por expediciones o instituciones financiadas por el Estado alemán [17]. Dicho esto, también debemos observar que la situación colonial alemana era mucho más limitada que la de otras potencias europeas, y que por lo tanto su impacto sobre la práctica etnológica parece haber sido mucho menor [18]. Mientras que en Inglaterra las necesidades coloniales favorecían el desarrollo de nuevos intereses antropológicos –i.e. la escuela funcionalista–, en Alemania la antropología podía perfectamente seguir practicando una etnología “de salvataje”, enciclopedista, basada en teorías e intereses mucho menos “aplicados” [19]. Ciertamente, también en el caso alemán los proyectos coloniales tuvieron injerencia en la formación de la disciplina etnológica y el desarrollo de sus instituciones, sobre todo a partir del cambio de siglo. Pero ni la creación ni el rápido crecimiento de los museos alemanes puede explicarse como una simple secuela de afanes imperiales : el gran museo de Berlín, por ejemplo, fue creado más de una década antes de la primera posesión de territorios coloniales, e incluso fue proyectado antes de la unificación nacional alemana. Por otro lado, como hemos visto, los ideales de Bastian y su grupo iban por carriles muy lejanos al colonialismo : antes bien condensaban el arraigado humanismo cosmopolita alemán cuyo gran representante en la etnología había sido Alexander von Humboldt. Por estas razones, muchos etnólogos alemanes realizaron sus investigaciones de campo fuera de los territorios coloniales del Reich. Así, lejos de las ambiciones coloniales del imperio, el interés marcadamente americanista también distinguía al círculo berlinés de Schmidt de otras escuelas etnológicas de Alemania o Austria, donde las resonancias coloniales eran mucho más evidentes –en particular, los estudios sobre África y Melanesia [20].
1.2. La escuela difusionista
En esos años Bastian no era el único etnólogo influyente en Berlín. El empirismo inductivo de su programa –opuesto a todo dogma teórico que redujera la infinita variedad de los hechos culturales a una fórmula preestablecida– dejaba libre un amplio espacio para teorías con mayores ambiciones explicativas como la “antropogeografía” de su colega Friedrich Ratzel, de la cual surgiría el principal paradigma teórico alemán a comienzos de siglo XX, el difusionismo, y en particular la escuela de los “círculos culturales” (Kulturkreise). Bastian no soslayaba la difusión de rasgos culturales a través de los contactos entre los pueblos, pero sí rechazaba ciertas peticiones de principios centrales en la teoría de Ratzel –ante todo, la idea de que no existieran “invenciones independientes”, y que por lo tanto la aparición de un mismo rasgo cultural en dos áreas fuera prueba suficiente de contacto, por más que no existieran evidencias históricas que lo confirmasen [21]. Ante la aparición de una misma idea en dos lugares distantes del mundo, como por ejemplo la misma concepción del origen de la luz compartida por mitos de la Grecia antigua y de la Polinesia actual, Bastian prefería no conjeturar improbables conexiones históricas ; antes bien, encontraba en ese hecho una prueba de la unidad psíquica de la humanidad. Ahora bien, en 1904 Fritz Graebner y Bernhard Ankermann –investigadores del Museo de Berlín– ofrecieron dos conferencias que representaban una auténtica revolución frente a su postura. Llamaron a romper con algunas nociones centrales de la escuela empirista de Bastian (en particular, el recurso a esta “unidad psicológica” humana), y propusieron una nueva agenda académica : el estudio de la difusión histórica de los rasgos culturales (materiales o ideales) a partir de ciertos “círculos culturales”. Estos “círculos” pueden ser definidos como complejos culturales formados por la unión de diversos rasgos discretos, que surgen en un centro geográfico determinado y desde allí se irradian hacia otras áreas ; así, se postulaba que todas las culturas del mundo podrían adscribirse a uno –o más– de estos círculos [22].
Tras la muerte de Bastian, en 1905, el difusionismo histórico iba a convertirse en el paradigma de la etnología alemana [23]. Al grupo de investigadores que se reunió alrededor de Graebner en Berlín pronto iba a sumarse un influyente número de difusionistas en Viena, manejado con mano de hierro por el Pater Wilhelm Schmidt –fundador de la revista Anthropos e incansable buscador de pruebas de la universalidad del “monoteísmo primitivo” (Urmonotheismus). Pronto se multiplicarían los investigadores de campo que aportaban datos desde distintos rincones del mundo para ilustrar las faraónicas categorizaciones de estos eruditos y reunir las colecciones que permitieran reconstruir la historia cultural, las relaciones pretéritas y los flujos migratorios. Este auge sólo sería interrumpido por el ascenso al poder del partido nacional-socialista, a finales de la década de 1930 [24].
Es así que, a comienzos de siglo XX, en la siguiente generación de etnólogos berlineses pueden distinguirse dos grupos : los “positivistas moderados” y los “difusionistas históricos” [25]. Alineados con los ideales de Bastian, los primeros reivindicaban el trabajo de campo y se aferraban al empirismo inductivo. Los segundos, incorporando las principales nociones de Ratzel, tomarían el poder en la academia y producirían las obras más influyentes de la época ; así, la reconstrucción de los “círculos culturales” fue durante más de dos décadas la principal tarea de la etnología germana. El método de trabajo de los difusionistas históricos era tan hipotético-deductivo como el de los grandes teóricos evolucionistas. Sus construcciones partían inevitablemente de ciertas nociones axiomáticas –ante todo, la mencionada inexistencia de invenciones independientes– que procuraban simplificar y encauzar la desbordante diversidad cultural acumulada en los reportes de viaje y las colecciones museográficas [26]. Tras la muerte de Bastian el director general de los museos berlineses se encargaría de trasladar los virajes teóricos a las vitrinas del Museo Etnológico, limitando los objetos conservados a las producciones de pueblos no-occidentales, y esparciendo por Europa buena parte de sus vastas colecciones [27].
Si bien los estudios de Schmidt sobre cultura material muchas veces abordaron problemáticas difusionistas, tanto su formación etnológica como el íntimo conocimiento directo de la vida indígena adquirido en sus expediciones lo inclinaban hacia el intransigente empirismo de Bastian [28]. De hecho, con pocas excepciones no es en los grandes debates teóricos donde hallaremos las claves para comprender los problemas abordados por Schmidt y los métodos que emplea para resolverlos [29]. Una de las principales lecciones de Bastian era su insistencia en una etnología empírica, puramente inductiva, opuesta a los dogmas conjeturales de las grandes teorías de la época. En este ecléctico anti-dogmatismo, interesado por los fenómenos en sí antes que por las teorías, podremos encontrar algunas de las bases metodológicas de Max Schmidt [30].
Como sea, la política académica de los países germano-parlantes –y en particular Berlín– a comienzos del siglo XX nos permite conjeturar la incómoda posición de Schmidt, que permaneció fiel al trabajo de campo como principal herramienta metodológica y a la documentación museográfica como fuente de datos, y que por lo demás no contribuía con su investigación a la expansión colonial alemana [31]. Los historiadores de la disciplina que lo mencionan –siempre furtivamente– suelen destacar su inquebrantable empirismo, que lo apartaba tanto de la escuela de los “círculos culturales” como a la vez de las posiciones académicas de privilegio [32]. Por lo tanto, se vio relegado a una posición académica periférica junto con otros grandes americanistas como su maestro Steinen o el propio Theodor Koch-Grünberg.
1.3. La etnología alemana y el Mato Grosso
La región elegida por Schmidt para sus primeras investigaciones de campo –el Mato Grosso– también es una herencia directa del círculo de Bastian. Existía una larga tradición alemana de exploraciones científicas en América ; dentro de ella, y a pesar de las riquísimas etnografías escritas por misioneros alemanes durante los primeros siglos de la Colonia, el principal referente seguía siendo sin dudas Alexander von Humboldt, quien entre 1799 y 1804 recorrió las actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Cuba, México, Ecuador y Perú, y expuso los resultados de sus investigaciones en veintinueve gruesos volúmenes que versaban sobre geografía, zoología, botánica y etnología. Su ejemplo iba a pesar en todos los exploradores científicos alemanes posteriores, y sin dudas contribuyó a que grandes antropólogos de fines del siglo XIX considerasen América como el continente de investigación privilegiado. En efecto, buena parte de la etnografía sudamericana en esta época –entre finales del siglo XIX y comienzos del XX– fue producida por investigadores germano-parlantes ; tal es, sin dudas, el caso del Mato Grosso y la cuenca del río Xingu [33]. El atractivo que esta región poseía para Steinen o Schmidt provenía indudablemente de que aún se mantenía como terra incognita durante el último cuarto del siglo XIX [34]. Por un lado, esto despertaba el interés romántico de los espíritus aventureros –explorar regiones secretas, desconocidas por los europeos, trayendo de regreso las primeras semblanzas de sus habitantes– ; por el otro, garantizaba el contacto con auténticos Naturvölker.
En 1884 Steinen realizó una hazaña inédita remontando el río Xingu desde las nacientes hasta su desembocadura. De hecho, había llegado a América con la idea de visitar a los mismos chiriguanos del Chaco occidental que su discípulo Schmidt visitaría medio siglo después, pero la abandonó cuando supo que una expedición boliviana había conseguido atravesar el Chaco siguiendo el curso del por entonces desconocido río Pilcomayo : la aventura chaqueña, así, perdía buena parte de su atractivo [35]. Cambió entonces el río chaqueño por el amazónico, que en buena medida era todavía desconocido, y sobre el cual se tejían fantasiosas leyendas. Tres años más tarde, en 1887, volvía a explorar la región para concentrarse en sus sociedades indígenas, virtualmente desconocidas hasta el momento. La principal preocupación de estas campañas era el catálogo de los parentescos lingüísticos entre los diversos grupos –de hecho, Steinen consideraba que el principal resultado de su primer viaje había sido establecer la filiación caribe de los bacairís en la gramática que publicaría en 1892. El segundo viaje ampliaría enormemente esos resultados : identificaría la composición étnica y la filiación lingüística de buena parte del área alto-xinguana, y propondría –para lo que hasta entonces era una maraña de lenguas y grupos– un esquema clasificatorio común que en líneas generales fue suscrito por la etnología y la lingüística posteriores [36]. Las publicaciones que resultaban de esas campañas (en particular Unter den Naturvöljern Zentral-Brasiliens, “obra prima de la etnología brasileña del siglo XIX” según Baldus) iban a revolucionar el debate etnológico. Steinen se convertía en una de las mayores autoridades de la etnología sudamericana ; bajo su influencia, toda una generación de etnólogos alemanes se interesó por estas regiones, y muchos llegaron a realizar sus propias expediciones [37]. En efecto, pronto se multiplicaron las expediciones alemanas al Brasil. Paul Ehrenreich, que también había incursionado en el Xingu entre 1884 y 1885 y había acompañado a Steinen en su segundo viaje de 1887, realizaría estudios breves entre los botocudos y en otros grupos de los ríos Araguaia y Purús. En 1896, Hermann Meyer dirigió una exploración a los afluentes del Xingu (los ríos Ronuro y Kuluene), y en 1899 volvería a visitar la región. Otro discípulo de Steinen y compañero de Schmidt en Berlín, el lingüista Theodor Koch-Grünberg, también recorrería el noroeste de Brasil entre 1903 y 1905.
En 1900, pocos meses después de haber abandonado una carrera de leyes y haberse enrolado en el Museo Etnológico, Max Schmidt se embarcaba hacia el Brasil siguiendo la sombra de estos mayores. En sus propias palabras, “los resultados de las cuatro expediciones alemanas al río Xingu, que se sucedieron una tras otra en pequeños intervalos, me hicieron comprender que las nacientes de este río constituían la región más adecuada para un encuentro con los hijos de las selvas” [38].
2. De Berlín a los hijos de la selva
2.1. Primeras expediciones
El río Xingu corre en dirección sur-norte y es uno de los grandes tributarios del Amazonas ; posee, a su vez, cinco tributarios principales : el Ronuro, el Batoví, el Curisevo, el Kuluene y el von den Steinen. La región abarcada por éstos se conoce como “alto Xingu” ; la riqueza de los ríos, navegables todo el año, explica la notable concentración de sociedades indígenas en el área, pertenecientes a cinco familias lingüísticas distintas [39]. En su viaje de 1900-1901, Schmidt planeaba descender el río Curisevo hasta la región de los Kamaiurás y permanecer allí unos cuantos meses. Atravesó el Atlántico hasta Buenos Aires, desde ahí embarcó hacia Asunción y remontó el río Paraguay hasta Cuiabá. Viajaba sin compañeros europeos, contaba con recursos muy limitados y al principio ni siquiera dominaba el portugués –que comenzó a aprender escuchando a los pasajeros en el barco. Las peripecias de este viaje son narradas en sus Indianerstudien in Zentralbrasilien, una enumeración de grandes y pequeñas tragedias relatadas (y seguramente vividas) con optimismo singular : mulas que se desbarrancan, colecciones que se pierden, deserciones, traiciones, lluvias tropicales, crecientes del río, mordidas de víboras, el acecho del jaguar, todo esto es narrado con una mezcla de resignado buen humor y meticulosidad burocrática –y, ante todo, con la sorprendida candidez de un recién llegado a esas latitudes. Algo tienen de quijotesco las solitarias gestas de un Schmidt pálido, escuálido, siempre filosófico entre indígenas a los que apenas comprende, internándose en la selva con algunos libros de viaje de Steinen como toda guía, y sobreviviendo a veces por simple suerte.
El viaje había sido planeado en Berlín junto a Steinen, y en parte debía repetir el periplo que éste había realizado en 1887. Muchos de los indígenas xinguanos que encontraría en los ríos Paranatinga y Curisevo ya habían sido visitados por Steinen. Llevaba entonces en su equipaje las obras del maestro como una carta de presentación diplomática ; innumerables veces –además del violín– fueron los grabados de esos libros los que facilitaron la amistad de los indígenas : “Con mi violín, mi álbum de figuras coloridas y principalmente con las dos obras de v. d. Steinen, que traía conmigo, me hice amigo de los xinguanos, que en ciertas estampas reconocían a sus parientes, lo que a veces desataba carcajadas infernales” [40]. Los indígenas disfrutaban sus intentos –al parecer no muy exitosos– de pronunciar las palabras en sus lenguas compiladas por Steinen [41]. Por otro lado, los detallados relatos del maestro oficiaban muchas veces como mapa del terreno, e incluso como una suerte de guía para orientarse en los entramados sociales indígenas –pues era precisamente en esas familias bacairís, viejos amigos de Steinen, donde Schmidt encontraría a sus primeros compañeros de viaje.
Sin embargo, por más que el trayecto y los grupos visitados fueran prácticamente los mismos, los viajes de Steinen y Schmidt se distinguían en más de un detalle. Las campañas del primero poseían la envergadura típica de las exploraciones científicas decimonónicas : así, la comitiva de su primer viaje al Xingu en 1884 estaba compuesta por cuatro peones, dos oficiales, tres viajeros alemanes, veinticinco soldados, cuatro “camaradas”, varias mulas, seis carros y veinticinco bueyes que cargaban el equipo : provisiones, herramientas para construir barcos, instrumentos de medición y hasta un cefalómetro de Virchow. La segunda expedición, en 1887, era apenas más reducida : catorce personas, dieciocho mulas y dos caballos (cargando setenta y cinco kilogramos de cuentas de vidrio y objetos de metal para intercambiar por manufacturas), así como también la compañía de futuras eminencias como Paul Ehrenreich y el profesor Vogel. En cambio, Schmidt era un viajero solitario, y como veremos todo indica que esa soledad era elegida y atesorada. Compárese, por ejemplo, la enumeración anterior con esta escena del comienzo del viaje de Schmidt, que avanzaba penosamente con tres burros y una mula, acompañado por el joven Franza y un niño llamado Anselmo : “¿Cómo íbamos a pasar la noche ? Franza estaba parado, sin saber qué hacer, envuelto en su grueso poncho. La mula se echó con la carga en el agua y Anselmo, que consideró la situación altamente antipráctica, se puso a llorar en voz alta” [42].
Al parecer Steinen había planteado la necesidad de realizar investigaciones intensivas en cada grupo del Xingu, y Schmidt debía ser el primero en poner en práctica ese programa con un estudio de los Kamaiurás –a cuyas tierras, en realidad, jamás consiguió llegar. En palabras del propio Steinen, este viaje de Schmidt al Xingu “se distinguía esencialmente de las expediciones anteriores por la tentativa de viajar apenas un solo explorador, auxiliado apenas por los más indispensables compañeros de viaje, y de permanecer por mayor espacio de tiempo con una tribu, penetrando más profundamente en el mundo mental de indios todavía aislados” [43]. Aun cuando no llegara a ponerse en práctica, esta metodología de trabajo de campo resultaba extraordinaria para una época en la cual se priorizaba la exploración geográfica, y en la cual los etnólogos no acostumbraban demorarse en pesquisas intensivas. Por un lado, porque el hecho de convivir un tiempo prolongado con un grupo indígena todavía no había sido establecido como el método etnológico por excelencia ; por el otro, porque en estos tiempos los objetivos de las exploraciones eran otros : existían problemas regionales que parecían más urgentes que cualquier estudio intensivo de un solo grupo. En cualquier caso, como veremos, ciertos anhelos más íntimos que cualquier prescripción metodológica llevaban a Schmidt por ese mismo camino, tal vez con mucho más ímpetu que los consejos de su maestro.
La soledad de su viaje resulta todavía más llamativa si se consideran los peligros implicados. Mientras Schmidt preparaba la modesta expedición al Xingu en Cuiabá, escuchaba relatos sobre los sangrientos fracasos de expediciones mucho más grandes y mejor pertrechadas –en particular la reciente masacre de una expedición norteamericana a manos de los suyás del río Curisevo. Los caucheros tramaban nuevas incursiones para desalojar a los kaiabis, de las cuales Schmidt rehusó formar parte [44]. Así, esperaba el momento propicio para la partida en un escenario muy poco alentador : “¿Cómo podía entenderse, entonces, que un solo europeo como yo, más aun completamente novato en estos asuntos, quisiera realizar esa larga caminata, acompañado apenas por dos hombres ?”. Sus íntimas razones seguramente hubieran resultado incomprensibles para los colonos caucheros : “La idea de, en poco tiempo, estar con los indios del río Coliseu [Curisevo], enteramente desconocidos por la civilización europea, se había enraizado demasiado en mi espíritu como para que pudiera desistir de ella” [45].
Luego de algunos meses en Cuiabá esperando el fin de la temporada de lluvias, Schmidt se internó en la selva el 19 de marzo de 1901. Tras 44 días de marcha alcanzó el río Curisevo (“ese río que tantas veces pasó por mi pensamiento”) donde halló a los primeros Naturvölker bacairís, quienes se acercaron con desconfiada lentitud en canoa. Luego de los saludos de rutina, “la canción tocada en el violín, ‘Margarethe, Mädchen ohne Gleichen’ conquistó completamente sus corazones” [46]. Descendió por el Curisevo en dos canoas fabricadas por sus generosos anfitriones. Durante esos días de plácida navegación a través del territorio bacairí, en compañía de tres indígenas amigos, con la caja de su violín haciendo las veces de mesa de escritura, comenzaba por fin a sumergirse en la selva y en la anhelada vida indígena :
“Ahora, los indios componían la mayoría de nosotros cinco ; nuestro modo de vida fue asumiendo, por lo tanto, el tono indígena. (...) Los monos y los coatí cazados iban a parar al fuego, con pelo y tripas, y todavía estaban medio crudos cuando cada uno de nosotros arrancaba su pedazo predilecto con el cual se agasajaba. La distribución entre nosotros, unidos en una comunidad pequeña y con el solo destino del viaje, era completamente honesta. Los días que ahí pasé, en medio de la naturaleza virgen, compartiendo una vida salvaje, sin atender los cuidados y necesidades que aún sentía, son los más bellos del recuerdo que tengo de ese viaje” [47].
Estas líneas trasmiten bien sus anhelos personales, y en particular la idea –ciertamente extraña para un científico de la época– de despojarse de los hábitos europeos para poder entender los indígenas. En la siguiente población bacairí dejaría a un lado sus ropas y armas para arrojarse desnudo al agua, y permitiría que tatuaran diseños en su pálido brazo : “ahora el caraiba era un hombre igual a ellos, y a sus ojos mi desnudez era tan natural como la propia” [48].
No obstante, al adentrarse en territorio nahukuá (donde procuró hacerse entender echando mano a un vocabulario compilado por Steinen) la empatía encontró su límite, los bacairís lo abandonaron, y –siempre acompañado por el constante André– quedó a merced de nuevos guías. Con el robo de un hacha perpetrado por un exasperante cacique nahukuá comenzarían las desdichas. Lo que Schmidt más temía era verse implicado en involuntarias transacciones comerciales con los indígenas, que al parecer no sabía rechazar ; no pocas veces deplora la insistencia de sus guías por detenerse en cada puerto a conferenciar con sus habitantes –lo cual implicaba una inevitable reducción de la limitada carga de baratijas y herramientas de metal que llevaba para trocar por alimento y manufacturas indígenas : su frustrada intención, casi siempre, era seguir de largo, apurar la marcha, continuar sin contratiempos ni gastos. Así, a lo largo del país nahukuá padeció los acosos de hombres y mujeres que a su juicio intentaban comprometerlo en trueques desventajosos, cuando no robar más o menos furtivamente sus pertrechos [49]. Comenzó a desconfiar, además, de los nuevos guías que lo acompañaban ; sospechaba que lo único que les impedía alzarse con todo el equipaje era el temor a las armas de fuego –y, en efecto, poco después tres de estos nahukuás desaparecían en la selva llevándose una buena cantidad de baratijas. Aquí se sumaba el temor a un asalto de quienes sin dudas se habían vuelto enemigos : la constante vigilancia de las orillas, las vigías nocturnas, las armas de fuego cargadas y al alcance de la mano –para colmo de males, atravesaba campos de batalla de una vieja guerra entre los trumais y los suyás. Llegó, finalmente, a tierras auetö (o awetis), que en principio debían ser apenas una parada del viaje hacia los Kamaiurás. Sin embargo, el frenesí de esta breve visita conseguiría vencer la perseverancia del viajero. El relato de esas jornadas compone una de las páginas más memorables del libro, que transmite cabalmente y con humor delicado las inestables relaciones entre el desamparado Schmidt y sus risueños anfitriones, y que por tanto conviene transcribir in extenso :
“Pronto apareció un grupo de indios auetó. Todos estaban armados con arco y flecha, cosa que llamaba la atención. Intentaron robarnos inmediatamente. El cacique ya tenía el sombrero de André en la cabeza. Debajo de éste se veía la cuerda de nuestra ollita y, cuando la tomé abruptamente de la cabeza del jefe, cayó de su interior un montón de pañuelos de colores. Habían enterrado nuestro plato, que era blanco, en restos de harina. André cargó todo lo que pudo ; yo tomé la escopeta, el aparato fotográfico, la caja con los cartuchos y tres sacos de perdigones. El peso era casi insoportable, principalmente cuando se estaba obligado a correr detrás de los indios que procuraban alejarse con lo que llevaban. En dos puntos había un arroyo muy profundo con un puente de tronco tan estrecho que preferí pasar por el agua. Entretanto, nuestros cargadores indios se dispersaban. Era evidente que muchas cosas estaban siendo robadas, pero sólo pudimos evaluarlo al llegar a la aldea, donde los objetos fueron introducidos en el rancho festivo. Poco después, André vino a decirme que nuestro último saco de cuentas también faltaba. Decididamente, no teníamos casi nada para los indios camayurá, y por lo tanto era preciso permanecer aquí, pues en esta situación no era posible adelantarnos. Llamé al jefe de la tribu, y le dije que deseaba permanecer más tiempo entre ellos, y que más tarde distribuiría mis cosas entre los auetó, pero que quería que me devolvieran el saco con baratijas ; de lo contrario regresaría inmediatamente y ellos no recibirían nada. El cacique fingió que intentaba obtener la devolución de las baratijas, gritando en el medio del terreno en todas direcciones, en vano. Los indígenas se volvían cada vez más desvergonzados con sus pedidos y atrevimientos. Mientras André dormía le robaron casi todo lo que poseía en el cuerpo, incluyendo el machete que reposaba a su lado. Indignado al verse despojado de este modo, quiso embestir a los nativos con el arma en la mano, y sólo conseguí calmar su cólera cuando le ofrecí mi propio cuchillo. Nuevamente busqué al jefe para decirle que nuestras cosas no se hallaban muy seguras en el rancho festivo, a lo que nos ofreció su casa. Todo fue transportado para allá, las hamacas fueron colgadas allí, nos dieron bebidas y beijús y todo parecía estar mejor. Dejé por un rato al jefe a cargo de los equipajes, mientras André y yo íbamos a una laguna cercana para tomar un baño. Al regresar encontramos a nuestro cacique distribuyendo las últimas piezas de nuestro saco de ropa entre los indios que formaban un círculo a su alrededor. Ahora sólo me quedaba la camisa que tenía puesta y unos pantalones harapientos. Hasta las más mínimas menudencias que tenía en el saco se habían ido, por lo que declaré a André mi intención de madrugar al día siguiente y regresar junto a los bacairí [50].
Durante la noche que pasaron en la aldea, los expedicionarios a duras penas consiguieron salvar las armas de fuego. Como si esto fuera poco, la penosa vela les impidió presenciar las danzas rituales que se desarrollaban en la plaza, al otro lado de las paredes del rancho, cuyos tambores y regocijos debieron escuchar durante toda la noche. Las desventuras se agravarían al día siguiente, en el camino de regreso hacia los botes, cuando los cargadores auetö nuevamente desaparecieron en la selva con casi toda la carga, incluyendo las colecciones etnográficas, y los dos sufridos exploradores debieron esgrimir sus armas para conservar al menos los botes. Luego de un solitario día de remo, río arriba, un último recuerdo auetö los esperaba : “Dada la cantidad de mosquitos, queríamos extender nuestras hamacas una debajo de la otra, bajo la protección del mosquitero ; pero comprobamos que los indígenas habían arrancado buena parte del mismo, de modo que ahora era más un atrapa-mosquito que un abrigo contra esa plaga” [51]. El resto del viaje hacia el territorio bacairí es una huida desesperada, agónica, hambrienta, evitando todo lo posible el contacto con los indígenas por miedo a los pedidos y los robos ; una huida sólo compensada por un bote auetö que los alcanzaría tres días más tarde para devolverles algunos objetos. La explicación de Schmidt para este gesto es una muestra de su honda decepción : sospecha que se trata de un pago para evitar una venganza. Debieron entonces despojarse de los últimos botones y anillos para comprar algunos pescados antes de llegar a los bacairís. Pero aun en esta situación desesperada encontramos notas de templanza :
“El viaje, a pesar de todo, era agradable. Cuando nuestro bote se deslizaba muy tranquilamente por la orilla del río antes del anochecer, largas bandadas de araras pasaban de dos en dos sobre las aguas, centellando su plumaje rojo y azul sobre los reflejos del sol poniente. No había hallado lo que había venido a buscar : una vida confortable entre los hijos de la selva. Los esfuerzos sobrehumanos invertidos, la constante inquietud, todo esto me proporcionó pocos momentos de placer, y ahora ya estaba regresando” [52].
Finalmente consiguió alcanzar la aldea bacairí. Pero allí, debilitado por los días de hambre y sacrificio, no encontraba fuerzas para dedicar a la etnografía. Su alojamiento, por otro lado, no favorecía la convalecencia :
“Pensé que podría dormir sosegadamente esta noche, pero apenas me había recostado en la hamaca dos bailarines aparecieron chillando, batiendo los pies y cantando, y luego se retiraron por una pequeña puerta para continuar la misma cosa en otro rancho. A los dos minutos los bailarines entraban en el rancho con un estridente có cohohohohohó, que pretende imitar la voz de cierto pájaro, batían los pies durante algunos minutos (...) Si yo me cubría la cabeza con mi frazada de lana para oír lo menos posible, los cantores venían todavía más cerca de mi hamaca y el có cohohohohohó devenía todavía más agudo” [53].
Pasaría sus últimos días entre los bacairís echado en la hamaca, abandonado por sus antiguos guías, con la única compañía de los niños y de las mujeres –sentados desnudos encima suyo y obsesionados por escuchar la canción Margarethe una y otra vez–, alimentado con beijús que aborrecía cada vez más, contentándose con observar la vida cotidiana en la casa comunal, resistiendo las curaciones chamánicas, presintiendo los síntomas inequívocos de la malaria. Antes de abandonar a los bacairís entregaría al jefe de la aldea el último despojo de sus anhelos etnográficos : las semillas que había traído –como recuerdo de Alemania– para sembrar alrededor de la choza que planeaba ocupar por muchos meses entre los Kamaiurás.
Pronto los recuerdos indígenas que llevaba hacia Europa correrían una suerte simétrica : la canoa del regreso naufragó, arruinando todas las placas fotográficas. Desde aquí la penosa caminata de varias jornadas hasta el río Paranatinga evoca las postrimerías de un naufragio mucho mayor : enfermos de malaria, Schmidt y André son dejados atrás por el resto de la compañía, y se alimentan de cacerías inciertas, deshaciéndose de sus últimos bienes –en el ápice de la desesperación, Schmidt llegaría a desechar el diario de viaje, felizmente rescatado por su compañero. Sin embargo, irónicamente, las colecciones que debieron abandonar a la vera del río, y que con buen criterio Schmidt consideraba perdidas para siempre, llegarían a Berlín tres años más tarde, en 1904, tras ser transportadas a pie por unos abnegados bacairís hasta Cuiabá, naufragar nuevamente en el río Itaisi, quedar varadas en sus orillas, ser rescatadas por un vapor que las llevó hasta Corumbá, y ser finalmente adquiridas por el cónsul alemán que pasaba casualmente por el pueblo. Una suerte extraordinaria que sólo hacía una justicia tardía a los heroicos esfuerzos de Schmidt, muchas veces ingratos, para reunir y arrastrar los objetos a través de la selva [54].
La malaria iba a postrarlo durante algunos meses, al cabo de los cuales tuvo oportunidad de redimir los fracasos del Xingu : recibió de Berlín la autorización para realizar un breve viaje de campo a los guatós –los míticos habitantes de los pantanales del alto Paraguay mencionados en las crónicas de Cabeza de Vaca y Félix de Azara. En 1901 los guatós eran pocos y su cultura material mostraba ya el impacto del frecuente contacto con los brasileños ; de hecho, las mejores páginas que Schmidt dedica a este grupo son probablemente aquellas que tratan los procesos de aculturación. En principio, el alto Paraguay no parecía tener el misterioso encanto del recóndito Xingu, y por otro lado la principal urgencia de Schmidt era conformar una colección digna para llevar a su museo. El viaje sólo duraría tres semanas. Sin embargo, también aquí los viejos anhelos románticos y el espíritu empático del etnógrafo acabarían por imponerse a los afanes del coleccionista :
“Así estaba meditando en la noche, en la playa, delante de una vasta sábana de agua con las montañas como fondo. Pensaba que mi deseo más ardiente era vivir algunos meses en ese pequeño y bonito rincón de la tierra, entre esa gente simple y satisfecha (...) Un viento frío llegó de la superficie de las aguas sumergidas en la niebla. Una sensación extraña se apoderó de mí. La viola y el canto en la selva llegaban desde lejos hasta mis oídos, los indios se preparaban nuevamente para un cururú [baile], recordándome que no debía, por esperanzas perdidas, desdeñar lo que me ofrecía el presente. De manera que fui hasta allá y bailé un alegre vals con la pequeña María” [55].
Con su diario de campo, algunos vocabularios y la colección guató, Schmidt emprendió el regreso hacia Berlín a fines de 1901. Durante algunos años se abocó a sus rutinarias tareas en el Museo, publicando estudios sobre las colecciones. En 1910 tuvo oportunidad de regresar al Mato Grosso, aprovechando una invitación al Congreso Internacional de Americanistas que se realizó en Buenos Aires. Regresó en primer lugar a las aldeas guató, donde se interesaría por los montículos que estos indígenas utilizaban en sus plantaciones [56]. Luego, remontando aún más el Paraguay, se adentró en territorio de una parcialidad paresí (auto-designados “kozarinis” aunque también conocidos como “kabichis”), “que vivían allí todavía en estado primitivo e independiente” [57]. Las fotos kozarinis que aquí publicamos proceden de este viaje, e ilustran bien las características físicas que impresionaban a los viajeros : el torso musculoso, las piernas delgadas y combadas –producto, según cree Schmidt, de vivir casi todo el año surcando las tierras anegadas en canoa [58].
2.2. Los arawak y la economía política
Tal vez alentado por esta última experiencia de campo con un grupo de habla arawak, Schmidt dedicaría su tesis doctoral a un estudio comparativo sobre esta familia lingüística. Titulada Die Aruaken. Ein Beitraga zum Problem der Kulturverbreitung (“Los arawak : una contribución al problema de la difusión cultural”) [59], la tesis replanteaba una problemática propuesta por Steinen, quien delimitó por primera vez la familia lingüística arawak, para la cual propuso el nombre “nu-aruak” [60]. “Esta obra de Max Schmidt –observa Baldus– hizo época en la etnología sudamericana” [61]. En efecto, a la luz de los conocimientos actuales podemos seguir afirmando que la tesis fue importante por varios motivos.
En primer lugar, a nivel de la etnología comparativa, por su aporte pionero al estudio integral de la familia lingüística arawak –acaso la más ampliamente distribuida en Sudamérica cuando llegaron los europeos [62]. Schmidt procuró rastrear tanto arqueológica como históricamente una densa trama de préstamos, conexiones y transformaciones entre los arawak y diversas culturas amazónicas, pedemontanas y andinas –lo cual justificaba considerarlos una “alta cultura” según las categorizaciones de la época.
En segundo lugar, la tesis era significativa porque sobre la base de sus lecturas, su conocimiento museográfico de la cultura material amerindia y los breves viajes de campo a los arawak meridionales, Schmidt logró anticipar buena parte de los más recientes hallazgos arqueológicos y antropológicos sobre dicha familia lingüística : así, por ejemplo, ubicaba el origen de la irradiación arawak en el noroeste amazónico [63].
En tercer lugar, y fundamentalmente, lo novedoso de la tesis era su misma lógica analítica. Schmidt procuraba explicar la inmensa difusión de la familia arawak. A diferencia de autores posteriores como Lathrap o Carneiro, postulaba que dicha expansión no podía explicarse demográficamente por migraciones masivas que penetran en regiones despobladas, o dominando a las poblaciones nativas, ni tampoco por factores ecológicos, los cuales varían enormemente en las zonas en donde se establecieron los distintos grupos arawak. Schmidt privilegia en cambio el análisis de las condiciones socioeconómicas. Fundamentalmente, proponía que la expansión arawak se debió a la política expansiva de sus “clases dominantes”. Sea por medios pacíficos (derecho materno, exogamia, alianzas matrimoniales) o violentos (rapto de mujeres, robo de niños, guerra), el afán expansivo de esas clases perseguía recurrentemente tres metas : la ocupación de la tierra, la captación de la mano de obra, y la obtención de los medios de producción. Más que una expansión arawak, entonces, debía hablarse de una “colonización arawak”. Si el motor económico de este proceso era la agricultura sedentaria e intensiva, su expansión se plasmaba en la formación de una estructura social jerárquica, compuesta por una clase dependiente y otra dominante. Por lo tanto, las consecuentes diferencias culturales, lingüísticas y étnicas entre los arawak se debían en cada caso a procesos diferentes de simbiosis entre las elites y sus poblaciones dependientes [64].
Esta hipótesis se adelanta a su tiempo porque concibe a los grupos arawak como sociedades esencialmente mixtas, híbridas, mestizas, alejadas en definitiva del tipo ideal “una etnia = un territorio = una lengua = una cultura” que más tarde impugnarían las modernas ciencias sociales. Por otro lado, Schmidt también se preocupó por echar luz sobre la naturaleza precisa de las relaciones entre los diversos segmentos sociales que las componían. Entre las clases “dominantes” y “dependientes” percibía una dominación marcadamente diplomática, económica, política y cultural –una dominación no agresiva como la tupí-guaraní, sino caracterizada por la producción de excedentes de agricultura, por la diferenciación social y por la imposición de una cosmología compartida. Concibió así la sociabilidad arawak como una estructura latente que condensaba posibilidades como el sedentarismo, la agricultura intensiva, la organización social supra-regional basada en redes de intercambio, la oposición a la guerra endógena y, principalmente, una tendencia notable hacia la jerarquización social plasmada en la ideología de la descendencia y el orden de rango hereditario, el parentesco genealógico y la legitimación cosmológica [65].
En la argumentación, por otra parte, se perciben dos rasgos que caracterizarían crecientemente a la etnología de Schmidt : primero, la crítica a las reconstrucciones conjeturales de la escuela difusionista ; segundo, el marcado énfasis analítico puesto en las dimensiones económicas de la vida humana. En efecto, como hemos dicho, Schmidt desconfiaba de los “paralelos etnológicos” que llevaban a la postulación de Kulturkreise (“círculos culturales”), y criticaba severamente el trazado arbitrario de líneas de difusión así como también la típica práctica museológica de considerar a los objetos etnográficos sólo en sus aspectos morfológicos, sin tomar en cuenta las funciones que los mismos desempeñaban en cada grupo particular. En otras palabras, sus análisis “de gabinete” no perdían nunca de vista la vida indígena que había conocido en el campo [66]. Estas objeciones serían llevadas al plano teórico general en su manual Völkerkunde (Etnología), publicado en 1924, donde –haciendo gala del empirismo inductivo pregonado por Bastian– impugnaba los argumentos hipotético-deductivos en que solía incurrir el difusionismo : “Se cree que incluso las concordancias entre las civilizaciones del Nuevo Mundo y el Mundo Antiguo deben atribuirse en casi todos los casos a préstamos del Mundo Antiguo, y sobre esta base se procede a extraer las más nebulosas conclusiones sobre migraciones que tuvieron lugar desde el Mundo Antiguo” [67].
El interés por las cuestiones económicas no era una excentricidad, sino un tema compartido por un buen número de etnólogos alemanes de las primeras décadas del siglo XX : Ernst Grosse, Karl Bücher, Eduard Hahn, Julius Lips. Observando en las colecciones museológicas la preeminencia de objetos ceremoniales, rituales y ornamentales por sobre los artefactos de uso cotidiano, Schmidt publicó en 1920 y 1921 los dos gruesos tomos de los Grundriss der ethnologischen Volkswirtschaftslehre (“Cuadernos de economía política etnológica”) [68]. El objetivo era dotar de una metodología y un objeto bien delimitados a la antropología económica, que no podía seguir limitándose a suministrar datos exóticos para que la economía ilustrara sus teorías universales [69]. El término “economía política” no podía adaptarse sin más al estudio de los pueblos indígenas americanos puesto que los mismos carecen de organización estatal ; sin embargo, Schmidt juzgaba conveniente mantener el término “economía” en su acepción común, como la administración de los medios de producción, transformación, intercambio y transporte de los bienes necesarios para la satisfacción de las necesidades humanas [70]. Si bien criticaba los métodos conjeturales, no lograba escapar del todo al hechizo evolutivo de la época y terminaba proponiendo una sucesión de etapas de desarrollo económico de la humanidad : “período sin intercambio económico”, “período de intercambio económico externo”, “período de intercambio económico interno”, etc. Esta evolución se explicaba por la tendencia progresiva a socializar el trabajo, fruto de la existencia de un “principio económico” que consistía en el afán de lograr el máximo resultado económico posible con el mínimo gasto de energía [71]. Partiendo del “contraste que aparece casi en todos lados, en forma más o menos pronunciada, entre aquellos que tienen y aquellos que no, entre la clase dominante y la clase dependiente” [72], en este punto parece haber pensado el problema de la cultura –al menos de modo programático– en términos marxistas : su economía política etnológica no acepta que las obras del espíritu humano se originen en fines místicos ; por el contrario, el espíritu emprendedor del hombre tiene causas eminentemente pragmáticas y sus “proyecciones” ideológicas, mentales y religiosas son fenómenos secundarios [73].
La primacía de lo material es particularmente evidente en dos casos. El primero es el canibalismo. A pesar de discriminar tipos de canibalismo (endo- o exo-canibalismo), variedades regionales (grupos pano como los mayoruna o cashibo, los grupos del Vaupés) e incluso de detectar exageraciones en las fuentes, Schmidt propone una explicación bastante rudimentaria del fenómeno : “Aun si la práctica se debía frecuentemente a la idea de que la bravura o las buenas cualidades del enemigo muerto se transferían al hombre que comiese una parte de su cuerpo, no puede caber ninguna duda de que la causa principal no era otra que el afán de carne humana como tal” [74]. En una palabra, el canibalismo se explica como una forma alimenticia primitiva más que como una costumbre con sentido simbólico o sacrificial.
El segundo caso, el del grafismo, es igualmente llamativo. Steinen había realizado un notable trabajo comparativo sobre los diseños ornamentales recogidos en el alto Xingu, en el cual la repetición de patrones gráficos sugería una codificación figurativa de objetos naturales. Schmidt iba a relativizar esta idea en su estudio sobre las técnicas de trenzado : sería la propia técnica, y no plantas o animales esquemáticos, lo que figuraban los ornamentos xinguanos [75]. En efecto, al analizar conjuntamente las técnicas de cestería, hilado y grabado documentadas por Steinen y Koch-Grünberg, postulaba que motivos gráficos como el zigzag, el rombo o el escalonamiento se deben fundamentalmente a los condicionamientos técnicos, que luego, en una segunda instancia, impactan en la vida mental de la gente : “Los patrones geométricos de algunas formas de cestería –los escalonamientos, las líneas de zigzag, el rombo con un punto o una pequeña cruz o diamante en el centro– se deben enteramente al método de manufactura ; son solamente un resultado de la manera en la cual se trenza” [76].
En 1918, Schmidt fue nombrado profesor de Etnología en la Universidad de Berlín, y un año después director de la sección latinoamericana del Museo de Etnología. Hasta 1926 siguió dedicándose a investigaciones de corte más teórico y comparativo, interesándose particularmente por problemas de cultura material –su material de trabajo cotidiano era, recordémoslo, las amplias colecciones del museo. Sin embargo, acaso cediendo a la nostalgia de la soledad en la selva, constantemente se retiraba a casas campestres para trabajar tranquilo [77].
2.3. Último viaje al Mato Grosso
El último gran viaje de Schmidt al Mato Grosso, en 1927, no fue menos accidentado que el primero. Comenzó por una visita a los viejos amigos bacairís de Cuiabá y Paranatinga, en la cual descubrió que muchos habían muerto en una epidemia de gripe. Tuvo, al menos, la dicha de volver a encontrar algunos de sus viejos guías de 1901, y el hijo de uno de ellos sería su única compañía durante largos tramos de este viaje –y también en este caso describiría con orgullo esa amistad [78].
No obstante, en esos años los bacairís ya estaban demasiado “pacificados” para su gusto. Descendió entonces el río Paranatinga hasta el Puesto Pedro Dantas, con la intención de estudiar a los kaiabis. De hecho no había abandonado sus viejos anhelos etnográficos : para empezar, mantenía el proyecto de realizar trabajo de campo intensivo, y al parecer planeaba permanecer un año y medio con estos indígenas ; por otro lado, tampoco había mermado el carácter inaccesible, indómito, reacio al contacto del grupo que anhelaba investigar [79]. En efecto, mientras los bacairís occidentales se convertían en aliados de la penetración brasileña en la selva, algunos de sus enemigos tradicionales –y los kaiabis en particular– devenían sus principales obstáculos. Las pocas informaciones sobre ellos lo confirmaban : en 1901 una expedición cauchera los encontró, esquivos, pintados de urucú, entre los ríos Branco y Paranatinga ; en 1915, otra expedición los contactó en la desembocadura del río Verde, y si bien en un principio se entablaron relaciones amistosas, pronto una fallida distribución de regalos desencadenó un ataque nocturno y forzó la desbandada general. No es difícil comprender, por otro lado, el interés de Schmidt por este grupo de habla tupí, extremadamente belicoso y a menudo acusado de practicar la antropofagia : en cierto modo eran una última manifestación de los antiguos tupinambás que –a partir de los relatos de sus coterráneos Staden y Schmidel– alimentaron el imaginario etnológico sudamericano durante siglos. No puede extrañarnos, entonces, que conocer a los kaiabis fuera su “deseo de muchos años”. Cuando finalmente lo hizo, la situación había cambiado muy poco : los kaiabis soportaban a duras penas las incursiones caucheras y la instalación del puesto Pedro Dantas en su territorio –el cual, sin embargo, había sido destruido tres años antes por un asalto indígena, y desde entonces había sufrido algunos ataques, y cuya guarnición sería degollada poco después de la partida de Schmidt. A lo largo de algunas semanas pudo estudiar, pues, a los sucesivos kaiabis que llegaban hasta el puesto en busca de alimentos y herramientas de metal ; sin embargo, el paludismo y la insalvable reticencia indígena –que en algún caso derivó en furtivos intentos de asesinato– limitaron enormemente el estudio lingüístico y la colección de objetos.
El nuevo ataque de malaria forzó a Schmidt a retroceder hasta Cuiabá. Una vez repuesto, ya en 1928, realizó una larga travesía hacia el noroeste para visitar a los paresís del río Utiariti. También en este caso muchos de los paresí-kozarinis que conoció en 1910 habían muerto durante la epidemia de gripe que había arrasado la selva. Además, el “Servicio de protección de indios” y la “Comisión de líneas telegráficas” habían concentrado a los paresís en pocas aldeas ; una de ellas, visitada por Schmidt, era la estación telegráfica de Utiáriti, donde trabajaban en el tendido y mantenimiento de las líneas telegráficas –e incluso, a veces, como telegrafistas. Desde allí emprendió una breve excursión hacia el norte, en busca de los casi desconocidos iranches, pero no consiguió dar con ellos. Sin embargo, poco tiempo después tres hombres de ese grupo llegaron de visita a la estación telegráfica. Su breve entrevista con Schmidt no resultaría demasiado provechosa, puesto que los iranches llevaban consigo muy pocos objetos y no se mostraban muy predispuestos para la encuesta lingüística :
“De ninguna manera se podía moverlos a acusarme un vocablo en su lengua. Evitaban también, en mi presencia, cualquier conversación en su lengua y se quedaban también completamente mudos cuando dormían a la noche en el mismo cuarto conmigo. Solamente una vez, cuando los dos hombres más viejos quisieron salir del cuarto para hacer sus necesidades, el cacique después de haberme despertado me dijo la palabra ‘kaukuri’ (cagar) con un gesto significativo bastante claro para poder entender bien el sentido de este vocablo” [80].
No sorprende, pues, que el exasperado Schmidt pronto emprendiera el camino hacia el sur, hasta una aldea situada río arriba del puesto brasileño Humaitá, sobre el alto Paraguay, en pleno territorio de los umotinas. El Servicio de Protección de Indios había construido ese puesto para albergar a unos niños huérfanos luego de una epidemia de gripe, y éstos conformarían un grupo de umotinas “civilizados”. Durante quince días Schmidt tuvo la dichosa oportunidad de convivir con algunos de ellos :
“Morando en el mismo gran rancho en que vivía una gran parte de los mozos Umotinas del Posto tenía buena ocasión de conocer a todos individualmente, lo que según mi opinión es la condición esencial de hacer estudios etnológicos exactos. Por allí podía estudiar y apuntar la lengua de estos indios, los que aunque algunos sabían la lengua portuguesa hablaban entre sí mismos exclusivamente en su lengua primordial. Para divertirlos yo demostrábales los libros de estampas que siempre llevaba en mis viajes o algunas fotografías de otros indios hechas por mí en mis viajes anteriores. Mi violín, también un viejo acompañante en todos mis viajes, por desgracia, estaba desencolado, pero los indios estaban muy entusiasmados en oírle” [81].
En compañía de estos amables anfitriones emprendió el viaje hacia el interior, en busca de los umotinas de la aldea Masepo. Al cabo de algunos infructuosos días de remo, en los que nadie respondía el llamado de las trompas, hallaron un campamento donde los umotinas de la aldea Chikipo los recibieron gritando, con armas y pinturas de guerra. Una vez más Schmidt debió recurrir a sus viejas estratagemas diplomáticas : hizo sonar su violín, y en lugar de los viejos grabados de Steinen enseñó a los indígenas las fotografías de sus propios viajes ; muy pronto –luego de algunas ofrendas de pescado– eran ellos mismos quienes posaban ante la máquina fotográfica. Sin embargo, al día siguiente la visita de un umotina “montaraz”, proveniente de Masepo, provocó una confusa situación : durante horas el visitante se parapetó detrás de un árbol con el arco tendido, mientras los umotinas del lugar se formaban “en posición de combate”, lo amenazaban con gritos y apuntaban sus flechas alternativamente hacia él y hacia los compañeros de Schmidt. Finalmente aceptaron retirarse, y el hombre de Masepo salió de su refugio y se ofreció a guiarlos hasta su aldea. La razón de esta hostilidad mutua era la enemistad entre los jefes de ambos grupos, hermanos entre sí ; los primeros vieron los objetos que Schmidt traía para intercambiar con los umotinas de Masepo y quisieron evitar ese comercio. Así, tras una delicada conferencia con el jefe –en la que una vez más se blandieron flechas y violín– Schmidt fue bien recibido en Masepo, consiguió observar durante algunos días la vida indígena –incluyendo el uso ritual de trompas para alejar las tormentas–, y reunir mediante pacientes trueques una apreciable colección de objetos. Se instaló en casa del viejo Kaimanepa, cultivó la amistad de su sobrino Kodonepa, y registró en su diario, con meticuloso buen humor, los eventos de la convivencia :
“Antes de clarear el día soy despertado en forma poco apacible por el viejo Kaimanepa que se acercó a mí gesticulando y hablando agitadamente en lengua Umotina. Pregunté a mi intérprete Nanepa qué quisiese nuestro viejo amigo a esta hora, y me dijo que él quiso nada más que preparáramos un plato de poroto para él. Costome algún trabajo el persuadirle que ahora no fuese propio el tiempo para cocer o comer porotos, pero al fin se tranquilizó y pude dormir otra vez” [82].
Desde Masepo Schmidt regresó a Cuiabá, aunque sus nuevos amigos se negaron a acompañarlo explicando que no les gustaba “mirar la cara de los blancos” [83]. Por aquellos años los umotinas tenían muy buenas razones para mostrarse reacios al contacto : poco tiempo antes los caucheros solían asesinarlos cuando los encontraban en la selva. En esos tiempos de conflictos, el viejo Kaimanepa había ganado una legendaria reputación como guerrero, “habiendo vengado muchas fechorías de los blancos que entraban en su territorio” [84]. Este viaje, entonces, fue la primera exploración científica en estas tierras. Hasta entonces no existían datos precisos sobre los umotinas : se los conocía simplemente como “barbados”, se esgrimían improbables conjeturas sobre su número y ubicación, y se los consideraba vagamente como una parcialidad bororó o guató, algo que Schmidt logró desmentir.
Durante el camino de regreso hacia Corumbá, se demoró en la región del alto Paraguay para estudiar las pinturas rupestres del Morro do Triumpho. En las tres grandes expediciones que lo llevaron al Mato Grosso, Schmidt había realizado diversas excavaciones arqueológicas, y durante las dos décadas que transcurrió en Asunción iba a realizar otras tantas. Era una tarea casi inevitable en el marco de una exploración etnológica, y una de las mayores obligaciones de un investigador de museo. Como hemos podido ver, en esa época las expediciones se orientaban ante todo a la obtención de piezas para exhibir ; de ahí el criterio a menudo estético que regía la recolección. Se privilegiaban las piezas mejor conservadas, las más enteras, las más grandes –y las piezas coloniales presentes en los yacimientos a menudo eran consideradas como obstáculos en la excavación, elementos disruptivos y deplorados. Las piezas eran desenterradas sin ningún estudio sistemático del sitio (los pedazos rotos eran pegados con pegamento), y luego eran comparadas con otras conocidas ; no existían demasiadas pruebas científicas ni del sitio, ni del contexto ni de los objetos, y por lo tanto el análisis se basaba en deducciones inevitablemente azarosas.
Guiada por un viejo baqueano –un “cazador de tigres” de 73 años–, la compañía formada por tres hombres armados y algunos perros de caza, con provisiones para pocos días, partió en canoa desde Amolar, remontando el pantanoso delta del alto Paraguay. Cuando se acercaban a destino, al cabo de una jornada de remo, las plantas que la corriente había acumulado y una súbita bajada del río bloquearon cualquier avance o retroceso. Tras horas de lucha, a la medianoche debieron resignarse a esperar la mañana en el pantano plagado de pirañas ; tan sólo al atardecer del día siguiente consiguieron desembarcar en el Morro do Triumpho, donde los sacrificios, la nube de mosquitos y el peligro fatal de quedar atrapados en el pantano durante meses por la bajante de las aguas no consiguieron opacar el entusiasmo de Schmidt por esos mismos grabados rupestres que hoy adornan su lápida, y que eran “lo más interesantes que yo había visto en todos mis viajes” [85]. El regreso a Alemania, en 1928, cerraría su última expedición científica para el Museo de Berlín.
3. Los últimos años : Asunción y el Chaco
Poco tiempo después de regresar a Europa, Schmidt se jubilaría, renunciaría a sus cargos académicos y en 1929 atravesaría nuevamente el Atlántico para establecerse en Brasil, en las cercanías de Cuiabá, corazón del Mato Grosso y punto de partida de casi todas sus incursiones previas. Con los escasos datos disponibles no es prudente afirmar cuáles fueron las razones de esta decisión, que a la distancia bien puede parecer algo abrupta. Pero, sin arriesgar demasiado, podemos reconocer entre ellas el viejo anhelo de vivir en la selva, en compañía de los indígenas, que las accidentadas expediciones jamás consiguieron realizar, y que tal vez decidió perseguir por medios más drásticos. Tal es, en efecto, la explicación ofrecida por su amigo Herbert Baldus, para quien Schmidt “quería pasar el resto de su vida en Mato Grosso, cerca de los selváticos que tanto amaba desde joven”, y también la seguida por Susnik, quien entreveía un “anhelo personal” de “vivir en la sencilla naturaleza y con la máxima modestia personal” [86]. Sin embargo, también podemos imaginar otras razones para este exilio, no menos probables y mucho menos felices : el convulsionado escenario político que Alemania atravesó durante todo el período de entreguerras –la República de Weimar–, duramente golpeada por la crisis económica mundial ese mismo año, y en particular el inexorable ascenso político y la difusión ideológica del nacional-socialismo. De hecho, algunos historiadores de la antropología alemana afirman sin ambages que ésa fue la principal razón de Schmidt para solicitar su jubilación antes del viaje de 1926-1928 y partir luego hacia el Brasil [87]. Hay que señalar, al respecto, que poco tiempo después de su partida –con las primeras victorias del nazismo en la arena política– las instituciones donde Schmidt trabajaba fueron alteradas drásticamente. Muy pronto todas las ramas de la antropología, y muy particularmente Berlín, serían invadidas por una agenda teórica políticamente impuesta y por una asfixiante atmósfera de persecución y delación : así, desde 1935 sólo los investigadores de “raza aria” podían ingresar en la Sociedad Berlinesa de Antropología, Etnografía y Prehistoria, y en 1938 fueron expulsados los restantes miembros judíos. La antropología física, que proveía el principal sostén “científico” a las persecuciones étnicas llevadas a cabo por el partido nazi, pasó a ser dominada por la figura de Eugen Fischer, racista declarado y nazi acérrimo. En la etnología –disciplina tal vez menos importante para el Tercer Reich– el nuevo régimen político propiciaría el ascenso de figuras como Fritz Krause –director del Museo Etnográfico de Leipzig– quien ya en 1933 proponía a la etnología como una herramienta para “evacuar” las “influencias culturales alógenas” de Alemania, o Hermann Baumann, nazi de la primera hora que ocuparía el lugar dejado por Wilhelm Schmidt y Koppers en Viena ; en suma, en buena medida la vieja etnología pasaría a ser una de las “ciencias coloniales” y puesta en manos de “raciólogos” al servicio de teorías racistas [88]. Es posible que Schmidt entreviera estas tendencias que alejaban a la etnología alemana de los queridos ideales de Bastian o Steinen, y que haya encontrado en ellas motivos suficientes para abandonar su carrera académica y buscar refugio en la selva. En todo caso, es seguro que el estallido de la guerra en Europa y la consiguiente pérdida de su jubilación alemana volvieron definitiva su permanencia en Sudamérica.
Nuestro conocimiento sobre el tiempo que pasó en Cuiabá, y los motivos que tuvo para abandonar ese lugar y establecerse finalmente en Asunción, no son mucho más precisos. En particular, no podríamos confirmar si –tal como afirma Baldus– su intención original era establecerse definitivamente en el Mato Grosso y ciertas “desavenencias” forzaron su traslado a Asunción [89]. Sí sabemos, gracias a su autobiografía, que antes de instalarse en Cuiabá realizó investigaciones durante unos pocos meses en los museos de Río de Janeiro y de San Pablo –lo cual indica que su migración jamás implicó un abandono de sus intereses científicos–, y que en marzo de 1931, invitado por la Sociedad Científica del Paraguay a instancias de Andrés Barbero, se trasladó a Asunción para organizar la colección arqueológica y etnográfica que albergaría el futuro Museo de Historia Natural y Etnografía. Distinguido químico, médico, político y filántropo, Barbero era por esos años una suerte de factótum de la vida científica en Paraguay : había fundado –o contribuido a fundar– la Sociedad Científica del Paraguay (1921) y el Museo de Historia Natural y Etnografía (1929), la Academia Paraguaya de la Historia (1937) y la Asociación Indigenista del Paraguay (1942) [90]. Había conocido a Schmidt en 1910, en el Congreso Internacional de Americanistas de Buenos Aires, y con el tiempo se convertiría en su médico, su mecenas y su último gran amigo. Así, a poco más de dos años de haber abandonado Alemania, Schmidt se encontraba nuevamente trabajando en las colecciones de un museo en ciernes, del que iba a devenir director y al cual entregaría sus afanosas últimas décadas. Tal como ocurría en los pequeños museos de la época, prácticamente todo el trabajo quedaba a cargo del director : desde la colección de objetos arqueológicos y etnográficos en el campo hasta su presentación en las vitrinas. En este nuevo puesto, buena parte de sus primeros viajes serían dedicados a exploraciones arqueológicas en las regiones guaraníticas de Paraguay –uno de cuyos resultados sería un valioso estudio sobre las urnas funerarias guaraníes. Sin embargo, todavía habría de realizar una última y peculiar expedición etnográfica, muy diferente de sus viajes por el Mato Grosso.
3.1. En el Chaco
La sangrienta Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay por la posesión del Chaco boreal se extendió entre 1932 y 1935 [91]. Paraguay fue el vencedor y al final de la contienda el comando militar paraguayo y la Sociedad Científica invitaron a Schmidt a realizar una expedición etnográfica de un par de meses a los asentamientos indígenas de la región, muchos de los cuales se habían establecido a la vera de los campamentos y fortines militares. Hasta el momento había tenido tan sólo dos breves encuentros con los indígenas chaqueños : en 1901, en su camino hacia Concepción, había avistado algunos indígenas lenguas y chamacocos a orillas del Paraguay [92] ; luego, en 1914, tuvo ocasión de visitar brevemente a los tobas de Cerrito y Villa Hayes [93]. En consecuencia, la invitación de las autoridades paraguayas le ofrecía la oportunidad perfecta de viajar a una región que conocía poco.
En un escenario desolador, caótico, desgarrado por la inmediatez de las hostilidades, Schmidt recorrió los precarios campamentos visitando a indígenas de muy diversos grupos étnicos : los fortines Toledo y 15 de Agosto, donde había grupos chanés e isoseños del río Parapetí ; Machareti, tradicional asentamiento chiriguano ; las cercanías de Fortín Linares, donde estaban los wichís guisnais ; Fortín Oruro, con un grupo de tapietes ; la misión oblata de Esteros, poblada de nivaclés ; los campamentos chorotes de Yacarepirí y Cururenda, donde había también pequeños grupos de tobas y wichís provenientes de la ribera argentina del Pilcomayo. El gran descubrimiento del viaje fue la fluidez interétnica de una región en la cual el mestizaje, los préstamos culturales, las redes de intercambio y el multilingüismo constituyen datos en el sentido más literal de la palabra. Pese a su brevedad, la campaña fue un éxito rotundo : consiguió reunir un millar de objetos, numerosas notas, léxicos y fotografías que alimentarían sus posteriores reflexiones sobre la etnología chaqueña [94]. Sin embargo, una vez más, los recurrentes ataques de malaria lo forzaron a regresar a Asunción.
Comparativamente, a Schmidt le interesaban los llamados wichís “guisnais” porque en ese entonces eran mucho menos conocidos que otras parcialidades wichís. Pese a que naturalmente no tuvo tiempo de observar en profundidad la vida social del grupo, su ojo etnográfico fue sensible a matices sutiles : el oscilante juego de sus alianzas (con los tobas) y enemistades (con los chorotes) ; la táctica toba de hacerse pasar por wichís frente a los visitantes cuando les resultaba conveniente para vender sus artesanías o solicitar dinero ; o las variaciones lingüísticas entre los dialectos vejoces, noctenes y guisnais [95]. Con su habitual ecuanimidad documentó la perfecta conciencia indígena de los intereses de la sociedad externa : así, por ejemplo, describe su negociación con el cacique Ligula para comprar algunos objetos, en la cual, tras pactar un precio conveniente y evidentemente incómodo por la posibilidad de perder el día contestando una encuesta etnográfica, el guisnai se marchó raudamente a pescar y dejó a Schmidt en compañía de un muchachito para que contestara sus preguntas y concertase los detalles prácticos de la compra [96]. La anécdota puede ser leída como una glosa irónica sobre el etnógrafo desde el punto de vista indígena ; en todo caso, muestra que el principal interés de la expedición era la reunión de colecciones para el museo. A diferencia de las campañas al Mato Grosso, el escaso tiempo disponible en el terreno impedía establecer lazos profundos con los indígenas y acceder a una observación cabal de su vida social. En este sentido no sorprende un cierto contraste entre la riqueza de la descripción técnica de los objetos –por ejemplo el análisis de las formas, colores y puntos de enlace de los bolsos de caraguatá– y la relativa pobreza descriptiva del contexto etnográfico. La mayoría de las veces Schmidt resuelve esta tensión apelando a cuestionables conjeturas comparativas : así, sugiere que un tipo determinado de bolsas tejidas provendría de los makás, y que las técnicas de tejido pueden dividirse de acuerdo a su origen “primordial” (es decir, propiamente guisnai) o “externo” (es decir, importadas de otros grupos guaraní-hablantes como los isoseños, los chanés o los chiriguanos) [97].
La impresión de la importancia de los préstamos culturales se agudizó durante la visita a un grupo tapiete de las inmediaciones de Cañada Bolívar y Fortín Oruro. Schmidt buscaba constantemente objetos para las colecciones del museo, pero casi todo lo que encontraba eran trastos abandonados por las tropas durante la guerra del Chaco –sus fotos de los tapietes, algunas de las cuales reproducimos aquí, son elocuentes al respecto. Sin embargo era un observador paciente, y en el escaso tiempo que trascurrió con los tapietes pudo advertir detalles como las técnicas de nudo y de trenzado, o las llaves pugilísticas empleadas por las mujeres, similares en su opinión a las wichís, chorotes y nivaclés. De igual forma advirtió que los tapietes fumaban tabaco como los chorotes y los nivaclés, que elaboraban una cerámica idéntica a la de los chorotes y los wichís, y que empleaban los mismos utensilios domésticos ; pero, a la vez, que llevaban chiripás y tembetás (adorno labial) como los chiriguanos, además de hablar como ellos un dialecto guaraní. Este fluido cuadro se completó cuando supo que el cacique de la comunidad era un chiriguano casado con una mujer tapiete [98]. Como otros grandes pioneros de la etnología chaqueña, Schmidt observó en los tapietes un grupo “guaranizado”, que hablaba un dialecto guaraní pero cuya cultura material reflejaba estrechas vinculaciones con indígenas chaqueños como los wichís o los chorotes [99].
Schmidt también tuvo tiempo de visitar varios campamentos chiriguanos en Machareti y Guachalla, e incluso a dos millares de isoseños –habitantes guaraní-hablantes de la región boliviana del río Parapetí– que habían migrado en ocasión de la guerra. Inmediatamente observó que los isoseños rechazaban ser llamados “chiriguanos”. Como creía que estos indígenas eran “mestizos” y “aculturados” por su condición trashumante –o acaso más bien porque el tiempo con ellos fue demasiado breve y no dominaba la lengua–, Schmidt no alcanzó a compilar mitos, relatos y tradiciones orales, y se concentró una vez más en la descripción de la cultura material. En este caso su análisis propone una perspectiva histórica del mapa interétnico regional bastante sofisticada para la época, que tiene en cuenta las antiguas relaciones de tributo, vasallaje y dominación entre los amos chiriguanos y sus siervos yuracarés, tamacocis y chanés –así, por ejemplo, percibió determinadas influencias andinas (“peruanas”) en las técnicas de trenzado chiriguano ; las cuales, siguiendo a Métraux, supuso absorbidas por las mujeres en el proceso de mestizaje con los chanés pedemontanos. En efecto, siguiendo la tesis canónica de Nordenskiöld y Métraux sugirió que sociedades como los chiriguanos, los isoseños o los chanés son productos históricamente situados de diversas oleadas de mestizaje entre grupos tupí-guaraní y arawak : “Los Chiriguanos y los Chanés forman al presente una entidad de cultura que se puede significar como cultura de los Chiriguanos, porque la lengua Guaraní de los Chriguanos llegó a ser la lengua común de todo el grupo. También los Izozós pertenecen a esta entidad étnica. Así que hay que considerar a esta entidad como formada por tribus completamente diferentes. También hay que concebir su cultura como el producto de la fusión de elementos culturales muy heterogéneos” [100].
3.2. La etnografía de Max Schmidt
Hemos reseñado, hasta aquí, las expediciones realizadas por Schmidt en el Mato Grosso y el Gran Chaco, durante las cuales fueron tomadas las fotografías que componen este libro. En este punto podemos esbozar algunas observaciones generales sobre la etnografía que estas fotos ilustran, que acaso nos ayuden a entender el lugar que las fotos ocupaban dentro del trabajo de campo de Schmidt y la imagen de la vida indígena que procuraban transmitir.
Empecemos, pues, por observar su singular empeño por fotografiar, aun en las circunstancias menos favorables, la vida indígena. En las expediciones pioneras de finales del siglo XIX la fotografía etnográfica era algo difícil. En las expediciones de Steinen, su primo Wilhelm von den Steinen era el encargado de reproducir, por medio de dibujos, las escenas y objetos ; Ehrenreich, por su parte, apenas consiguió fotografiar algunas escenas de viaje y tipos físicos. Los tempranos empeños fotográficos de Schmidt –quien venciendo todos los contratiempos consiguió reunir un fondo fotográfico nada despreciable– deben ser valorados en este contexto. Es evidente que, si bien percibía el potencial artístico de esta técnica, ante todo valoraba la fotografía como una forma de registro científico. Descreía de los análisis antropométricos, que jamás practicó ; de modo que, lejos de los retratos de esa índole (donde los indígenas posaban generalmente desnudos, de frente y de perfil), sus fotografías procuraban registrar situaciones cotidianas. Obtenerlas no era sencillo : por un lado, el delicado aparejo fotográfico sin dudas representaba una pesada carga en el modesto cargamento de sus expediciones ; por el otro, si bien los indígenas apreciaban las dádivas de fotos y los retratos impresos en los libros, no se mostraban tan entusiastas a la hora de posar frente a la cámara, y a veces eran necesarios largos parlamentos diplomáticos antes de obtener la primera fotografía. Así, por ejemplo, en su primer viaje a los bacairí, anota : “conseguí convencer a uno de los caciques de Maimaieti del carácter inofensivo de mi aparato fotográfico. Lo hice mirar el espejo, y yo mismo me coloqué delante del aparato. Al comprobar que eso no me provocaba ningún daño, siguió el buen ejemplo y así pude fotografiar a todo el grupo” [101]. Por último, los procedimientos técnicos sumaban dificultades a los ya muchos apremios del viaje ; revelar las fotografías, por ejemplo, era siempre penoso : implicaba meterse durante las noches bajo una frazada de lana, con la lámpara roja y los instrumentos fotográficos –dejando las piernas a merced de los inexorables mosquitos.
Si bien en sus escritos teóricos y en sus más ambiciosos análisis históricos o ergológicos –donde, como hemos visto, hacía hincapié en las bases materiales de la subsistencia y el entorno geográfico de las culturas– Schmidt acusa una clara influencia de la antropo-geografía de Ratzel y de este modo un cierto parentesco con la escuela difusionista [102], las duras impugnaciones que dirigió a esta última responden a otra filiación intelectual que ya conocemos [103]. En lo que podríamos llamar su ética profesional –el énfasis puesto en el trabajo de campo, el incansable empirismo metodológico– podemos percibir la igualmente diáfana herencia de Bastian y Steinen : Schmidt se mantuvo casi siempre –y en esto reside la fuerza y la debilidad de sus obras– como un empirista acérrimo, que la mayor parte de las veces se contenta con ofrecer informaciones etnográficas fieles, y todos los discípulos de Bastian dedicados a la etnografía “de salvataje” compartieron en mayor o menor medida esta posición [104]. También en la concepción romántica del viaje podríamos leer esa herencia : lejos de las grandes expediciones organizadas por Steinen, Schmidt –al igual que Bastian– solía viajar ligero de equipajes y sin escoltas. En ambos se daba la extraña conjugación, destacada por Lowie, entre un espíritu aventurero en el campo y el ánimo de un “tímido ratón de biblioteca, o aun un recluso” en Berlín [105]. En este punto conviene repetir que, como todo etnólogo alemán en el siglo XIX, Bastian era un ferviente admirador de Alexander von Humboldt, cuyos viajes por América y Siberia repitió fielmente ; y es indudable que la figura paradigmática del gran explorador también pesó en la sensibilidad viajera de Max Schmidt. Más que en citas esporádicas, la continuidad puede leerse claramente en sus biografías : los tres prefirieron, cada vez que pudieron, la libertad de los viajes a la estabilidad familiar en Alemania ; en este sentido, la timidez u hosquedad de Schmidt fue tan legendaria como la de Bastian, y ambas remiten a su vez a una famosa diatriba de Humboldt contra el matrimonio y la procreación de hijos [106].
La percepción de la vida indígena que encontramos en los escritos etnográficos de Schmidt acusa el peso de esa herencia. Como hemos dicho, compartía en buena medida el ideal de los Naturvölker, los “pueblos de la naturaleza”, objeto por excelencia de la etnología americanista de raigambre germánica. De ahí sus persistentes esfuerzos por internarse en la selva profunda para convivir con indígenas reacios al contacto. En sus escritos, este ideal toma frecuentemente la forma de una grilla valorativa de la vida indígena. A menudo destaca, por ejemplo, las complejidades tecnológicas o ideológicas de los grupos estudiados ; así, la mudanza de una aldea bacairí de una margen del río a la otra –que implicaba la difícil limpieza de un enorme terreno– inspiraba el siguiente comentario : “los indios saben producir cosas admirables, sirviéndose de los elementos naturales, de una manera relativamente simple y en un tiempo relativamente corto” [107]. Tal como se percibe en la frase, el valor privilegiado de la sociabilidad indígena residía en sus formas más simples, percibidas –sin demasiadas excusas teóricas– como más auténticas. Schmidt admiraba ante todo la delicada integración del indígena con la naturaleza, que a veces llevaba a un plano casi biológico :
“Cuántas veces sentí envidia de los indios al comprobar su superioridad física respecto de los europeos, al verlos meterse en la selva llena de espinas, completamente desnudos, sin siquiera salir rasguñados. Entre ellos el pie posee otras funciones, mientras que el nuestro está condenado, aun durante el verano, a soportar desde niño un zapato” [108].
Por supuesto que aquí podría leerse una manifestación de un exotismo romántico muy extendido en la segunda mitad del siglo XIX : la exaltación de una vida indígena percibida como espontánea, fiel a los instintos, libre de las imposturas y alienaciones de la vida burguesa –en suma, una existencia “natural” [109]. En sus páginas más líricas se percibe, en efecto, una cierta idealización de la vida en la selva ; sin dudas algo de esto hubo en las razones que lo llevaron a abandonar periódicamente la vida en Alemania y a buscar la compañía de los indígenas, e indudablemente el persistente interés de su círculo académico por los Naturvölker representaba alguna variedad del exotismo decimonónico.
Sin embargo, de ninguna manera podría reducirse la percepción que Schmidt poseía de la vida indígena –la cual llegó a conocer de cerca– a una simple variación de las ideas rousseaunianas, forjadas para consumo europeo. Lejos de cualquier visión estática o arcaica de la mentalidad indígena, Schmidt destacó a menudo la invencible curiosidad de los habitantes del Mato Grosso, su insistencia por aprender palabras en alemán, su insondable necesidad de escuchar la canción Margareta ejecutada en su violín. Transmitía, así, una imagen dinámica del contacto entre el solitario científico y sus huéspedes, en la cual la curiosidad etnológica no se restringe de ningún modo a los occidentales y por lo tanto el asombro del “descubrimiento” es siempre recíproco : “Esa gente, que vivía en tan limitado horizonte, experimentaba la sensación de que nuevamente había oportunidad de ver o aprender algo nuevo, y de adquirir, si era posible, otras realidades” [110]. En efecto, las notas de Schmidt suelen reconocer en los indígenas actores auténticamente racionales ; así, por ejemplo, una breve anécdota de campo refleja tanto la persistencia de la tesis de la unidad psicológica de la humanidad como a la vez el respeto particularista por la filosofía social indígena :
“Durante mi estadía entre los indios guató, una mujer –en una imitación inconsciente de la pregunta homérica τἱς ποθεν εἰς ἀνδρῶν– quería saber desde dónde había llegado. Su pregunta fue ‘Diruadé iókaguahe nitoavi ?’ (¿Cómo son las cosas en tus tierras ?). Luego preguntó : ‘¿Hay mucha gente en tu tierra ? ¿Hay muchas casas allí ?’. Su pregunta sobre la duración de mi viaje fue : ‘¿Estaba grande el río cuando viajaste ?’ ¿Estaba tu camino libre de maleza ?’. Incluso estas pocas palabras nos permiten dar un vistazo a la vida de estos guatós, y revelan cuán profundamente el río participa de sus pensamientos” [111].
Una vez más : esta concepción humanista –muy diferente de otras en boga en aquella época– era una herencia de la tradición etnológica alemana condensada en Bastian, para quien la cultura indígena era una manifestación del espíritu universal tan válida e instructiva como la europea. De hecho, el estudio de los Naturvölker era una condición necesaria para acceder al hombre universal, a la unidad psicológica de la humanidad. Schmidt compartía esta posición general, que lo mantuvo siempre a salvo de los peores vicios de las posturas evolucionistas o difusionistas, aunque en su caso no implicara repetir sus supuestos y conclusiones idealistas : sus estudios eran siempre localizados, basados en el empirismo más estricto, sin hacer del Mato Grosso un laboratorio cultural o psicológico para esgrimir inferencias generales sobre la humanidad [112].
En los relatos de sus expediciones se percibe, así, una tensión entre el ideal de los Naturvölker como objeto primordial de la etnología y las realidades mucho más híbridas y complejas que encontraba en el terreno. Una muestra es su frecuente interés por los fenómenos de aculturación y el cambio cultural provocado por el contacto entre indígenas y colonos –por ejemplo, en su análisis del contraste entre los bacairís del Paranatinga (“europeizados”) y sus parientes del río Coliseu (“montaraces”). Esta preocupación encontraba un antecedente en los estudios previos de Steinen, Ehrenreich o Meyer, quienes se habían interesado por el problema de la introducción de bienes europeos –ante todo de metales– en las culturas indígenas del alto Xingu. En cualquier caso, los intentos de Schmidt por abordar científicamente los fenómenos de aculturación constituyen una muestra de su imperturbable fidelidad a la realidad observada [113].
Antes que nada, los escritos etnográficos de Schmidt son una exhibición de empirismo. Para empezar, ofrecen una densidad de detalles por momentos abrumadora : los nombres de los bueyes, cada uno de los animales salvajes avistados o cazados, la composición de las sucesivas compañías, las peripecias del paisaje, cada uno de los platos degustados, las transacciones, los bienes entregados, obtenidos o perdidos. De este modo el relato hace explícito, de modo casi exuberante, el contexto preciso en el cual se obtuvo cada dato ; y así, muy lejos de una descripción depurada, estática, abstracta y sedimentada de la vida social indígena, no escatima el contexto del contacto concreto entre el etnógrafo y ciertos miembros de un grupo en un lugar y en un momento precisos [114].
En sus estudios de la organización social indígena, este empirismo se traduce en un marcado individualismo descriptivo. Éstos ofrecen un cuadro vívido y fluido de las relaciones interétnicas y de la organización social ; en el caso de los bacairís, por ejemplo, unos pasajes que recuerdan las mejores páginas de Malinowski nos muestran a un jefe y a su hijastro compitiendo por el poder político. Muy lejos de los intereses difusionistas que diseccionaban la cultura o la concebían como una taxa museológica, mucho más lejos todavía de las especulaciones raciales o evolucionistas, las obras etnográficas de Schmidt procuran ofrecer una semblanza íntima y minuciosa de los intereses y las motivaciones psicológicas de los indígenas como actores individuales. Esta perspectiva puede percibirse en las páginas que dedica a las diversas fiestas rituales que presenció en Mato Grosso. En ellas nunca se muestra muy interesado por los posibles significados compartidos de estos ritos. Sin dudas su desconocimiento del idioma volvía muy difícil un abordaje simbólico, pero aquí también podemos entrever una idea muy precisa de la sociabilidad indígena más que el efecto de una limitación metodológica. Véase, por ejemplo, esta interpretación de una fiesta de bebidas guató :
“Como en general ocurre, el principal significado de estas fiestas, motivadas por el placer de la bebida fuerte, reside en que por un rato el individuo puede dar rienda suelta a sus sentimientos. Así, en estas ocasiones recuerdan a los muertos, experimentan gratitud hacia el anfitrión, homenajean a Eros y los placeres que concede. De igual modo se agita el sentimiento de la fuerza y la supremacía humana, mezclado con el amor propio herido y la envidia, así como viejas ideas de venganza” [115].
No extraña, entonces, que las páginas sobre los rituales indígenas, lejos de atisbar algún patrón simbólico subyacente, consistan en vívidas y minuciosas descripciones de acciones individuales impulsivas, desbordadas y desordenadas.
En cuanto a la metodología general de su trabajo de campo, ciertas características de las expediciones de Schmidt lo presentan como un precursor del tipo de etnógrafo científico que iba a imponerse décadas más tarde. Entre ellos puede mencionarse su empeño por viajar sin compañeros europeos, el vínculo genuino que procuraba establecer con los indígenas, y ante todo sus intenciones –nunca concretadas– de asentarse un largo tiempo en un solo grupo para realizar un estudio intensivo. Estas intenciones –compartidas por otros etnólogos de su círculo– no eran simplemente el efecto de la organización práctica de sus expediciones (una combinación de misantropía y limitados recursos financieros), sino que respondían a una concepción particular del tipo de conocimiento que se buscaba lograr.
Este modo de entender el oficio de etnólogo también puede percibirse en sus tempranas notas sobre la lingüística de los indígenas del Mato Grosso. En Alemania existía toda una tradición de estudios filológicos sobre países no-europeos que se había afianzado en el siglo XVII ; subyacía a muchas de estas escuelas la idea –formulada explícitamente por Leibniz, Herder y en particular Wilhelm von Humboldt– de que existía una correlación entre la estructura del lenguaje y el “espíritu” de cada sociedad ; o bien que el lenguaje constituía per se una “cosmovisión” específica [116]. Esta tradición filológica no se nutría solamente de estudios históricos : algunos de los principales materiales provenían de largos trabajos de campo y un minucioso aprendizaje de los idiomas nativos ; es el caso de Heinrich Barth, lingüista y geógrafo de Hamburgo que a mediados del siglo XIX pasó cinco años en África y llegó a dominar varios dialectos locales. Herederos de esta tradición, los investigadores de la escuela de Bastian consideraban las encuestas lingüísticas como una herramienta de trabajo indispensable para la etnología ; sin embargo, existían variaciones en el uso que cada uno les daba y las inferencias que esperaba obtener de ellas. Así, en las investigaciones pioneras de Steinen las encuestas eran la herramienta privilegiada para alcanzar el objetivo principal : esbozar el mapa étnico de vastas regiones del Brasil, descubriendo las relaciones inclusivas que existían entre los diversos grupos –pues prefería la clasificación lingüística a la entonces llamada “antropológica”, basada en mediciones antropométricas [117]. Ahora bien, si los frondosos estudios de Steinen sobre las lenguas del alto Xingu pretendían establecer filiaciones étnicas masivas y fundamentar hipótesis de largo aliento sobre contactos y migraciones colectivas a través de vastas regiones de América del Sur, las notas lingüísticas de Schmidt –acaso por pertenecer a una generación posterior, para la cual los problemas de clasificación étnica ya no eran tan urgentes– parecen perseguir objetivos más cercanos a las máximas de Humboldt : por ejemplo, sus esfuerzos por anotar diálogos cotidianos –sin ninguna importancia intrínseca– se dirigían, en sus propias palabras, a “inferir la mentalidad” indígena. Percibimos una vez más un ideal muy preciso del conocimiento etnológico, así como una conciencia aguda de las dificultades implicadas : la “divergencia de mentalidad” provocada por el contacto asiduo entre los indígenas y los colonos brasileños, escribe Schmidt, “puede volverse fatal para el etnólogo que no busca, ante todo, cohabitar con los indios y compenetrarse de sus costumbres”, ya que sólo conseguirá atisbar las formas de pensar adquiridas ; en consecuencia, “sólo se consigue penetrar el verdadero lenguaje indígena cuando se está en su ambiente” [118]. Toda una afirmación, a comienzos de siglo XX, del método etnográfico moderno.
3.3. Muerte en Asunción
Schmidt dedicó sus últimos años al infatigable trabajo en el museo de Asunción, a la enseñanza universitaria –ocupó las cátedras de etnología y etnografía en la Escuela Superior de Filosofía– y a la publicación de artículos en revistas de Brasil y Paraguay : largas reseñas históricas y etnográficas sobre los grupos chaqueños (en los cuales compila fuentes históricas, etnográficas y por lo general compara vocabularios recogidos por distintos investigadores), los resultados de sus estudios arqueológicos guaraníes y también algunas reseñas de sus viajes al Mato Grosso [119]. Tal vez resulte significativo que no volviera a publicar en alemán. Las noticias que nos llegan sobre su vida en estos últimos años poseen un inevitable matiz melancólico ; en ellas lo entrevemos ensimismado en sus tareas, en largas y solitarias jornadas en el Museo Etnográfico, o cultivando la silenciosa amistad de unas aves en el jardín de su casa [120].
Recordemos en este punto el testimonio de Alfred Métraux, quien pasó algunos días en Asunción en el invierno de 1939, durante los cuales se entrevistó varias veces con Schmidt. Lo encontró por primera vez en su “finca” rodeado de los ñandúes que criaba : “Me recibe calurosa y conmovedoramente, y me siento con nuevos bríos por estar con él en medio de buenos libros de etnografía” [121]. También lo visitaría en el museo, donde pasarían una tarde examinado las colecciones. El joven y ambicioso Métraux –que había renunciado al cargo de director del Instituto de Etnología de Tucumán para proseguir una brillante carrera académica en Estados Unidos y en Francia– observa al silencioso y abnegado anciano con un patetismo casi involuntario, que no consigue reprimir :
“Voy sobre todo para estar en su biblioteca, en medio de sus libros tan familiares y cuya presencia me calma. Veo en él como un último lazo con el pasado, con Nordenskiöld, con los pioneros de América del Sur. El pobre viejo no tiene mucho para decirme pero está feliz de mostrarme sus fotografías y manuscritos. Me parece un poco el símbolo de mi destino si me hubiera quedado en Tucumán. No tiene un aire desdichado, la soledad casi no le pesa, y mi piedad no es más que subjetiva” [122].
Tal vez para conjurar estas sensaciones, en el barco que lo alejaba de Asunción Métraux escribiría una reseña del Museo Etnográfico que en realidad era la excusa para rendir un homenaje a Schmidt, y acaso un intento por compensar lo que entendía como un injusto olvido. Allí lo presentaba como un “gran sabio y audaz explorador”, que “en lugar de gozar de un merecido reposo, recorre todavía las rutas del Chaco para recoger colecciones, anotar vocabularios, y está en el lugar cada vez que una urna guaraní es desenterrada” ; concluía realizando un llamado de atención a la comunidad científica : “el Museo que tengo el placer de elogiar es producto de su abnegación y su amor simple y verdadero por la ciencia ; ojalá otros se sumen a este homenaje” [123].
En estos últimos años, las enfermedades –que siempre había descuidado– comenzaban finalmente a cobrarse la vieja deuda : solo, enfermo, privado del dinero de su jubilación, atacado por la lepra, Max Schmidt murió el 26 de octubre de 1950 [124]. Sobre su tumba, en un apartado cementerio de Asunción, se yergue un monolito adornado con los grabados del Morro do Triumpho que tanto estimaba y una frase precisa : Per silvas pro homines et scientia. Igualmente emotiva es la nota necrológica que el etnólogo alemán Herbert Baldus –también exiliado en Sudamérica– publicaba en San Pablo, que ofrecía una semblanza personal de Schmidt e incluía una viñeta sobre su vida en Asunción :
“Evocando al hombre, al ser humano llamado Max Schmidt, me viene una sonrisa ligeramente melancólica. Era de esas personas que, siendo muy altas, no quieren mostrar su altura, y nunca andan con la frente alta. El volumen de 1947 de la Revista del Museu Paulista reproduce una fotografía en la cual, al lado de varios adultos, parece un gigante –aunque un gigante bastante flaquito. Era, en todo, el opuesto del lujoso. En el traje gastado que usaba en Berlín había manchas de grasa, y nadie recordaba en que época habían aparecido. En la alimentación, Schmidt era extremadamente sobrio, y cuando era profesor de la universidad y alto funcionario del museo, se contentaba con un plato de arvejas en un restaurante barato como un estudiante pobre (...) Cuando lo visité, en 1933, en su casita cerca de Asunción, lo encontré almorzando en la misma mesa con un niñito paraguayo, su criado. El ambiente era animado por algunas crías de pavo a las cuales dedicaba gran cariño. No sé si Max Schmidt tuvo mucha felicidad durante su larga existencia. ¡Espero que sí !” [125].
Lejos del sentimentalismo de estos testimonios, Branislava Susnik –su sucesora en la dirección del Museo– prefirió hallar en la fragmentaria biografía de su antecesor una clave virtuosa e inflexible : “Schmidt buscaba al hombre de la naturaleza y lo prístino de la vida ; sujetó su propia vida a esta búsqueda” [126]. La piedad de Métraux era en efecto sólo subjetiva ; lejos de merecer compasión, la estoica vida de Max Schmidt debía ser admirada : “el hombre muere, la obra queda, y el recuerdo obliga a la continuidad, y esta obligación debe convertirse en la máxima de nuestro Museo” [127]. Más que reseñar los logros de una carrera científica, las páginas que anteceden han procurado ante todo evocar esa búsqueda íntima de Schmidt, apasionada, obstinada, desinteresada, indiferente a las calamidades –y a veces, mientras navegaba en una canoa bacairí o remedaba las danzas guató, seguramente dichosa.
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